Vivimos en una sociedad tan plural y diversa,
víctima de un cambio de época y de una mutación antropológica. Sujetos a la
dictadura del Relativismo y del Agnosticismo. Se ofertan productores
religiosos, morales, que no son precisamente los mejores para la vida social,
familiar, privada; ideas buenas, ideas contradictorias, ideas perversas sin que
se excluyan intereses, sobre todo económicos.
Es necesario, tal vez más que
nunca, un fino discernimiento para percibir, distinguir y reconocer su voz: qué
es lo que se anuncia y ofrece, y cuál es la oferta o contraoferta de Jesús.
Einstein dijo una constatación que cada vez tiene espacios más amplios de
aplicación: “Vivimos en un mundo con abundancia de medios bien definidos pero
con confusión de fines”. Tenemos democracias libres, pero no todos se sienten
en ella libres para opinar o ir sin peligro por la calle (ejemplo claro es, por
desgracia, nuestra querida Venezuela).
Vivir humanamente significa mucho más que
comer hasta hartarse, trabajar hasta no quedar tiempo libre, gritar hasta
enronquecer masificados sin saber exactamente por qué se grita. Jesús: Él saca
a los suyos del anonimato de lo colectivo y de la impersonalidad de la masa
guiada borreguilmente.
La Iglesia pierde atractivo y fuerza cuando
se insiste en reglamentaciones burocráticas, en mandatos y prohibiciones,
mientras gana aceptación y entusiasmo donde existen verdaderas comunidades, es
decir, unidades en común, donde cada uno no es un mero agregado sino que se
siente vinculado a los demás por el conocimiento de amor, apoyo y aspiración al
mismo objetivo.
La vida, ciertamente, es algo personal. Mi
vida es tarea mía y sólo yo la puedo
vivir. Nadie me puede sustituir. Pero si yo no amo, siempre faltará en el
mundo ese amor. Si yo no creo, no gozo,
no crezco... faltará para siempre esa creatividad, ese gozo o ese crecimiento. Esto significa también que no existe la vida
en abstracto. Existimos los vivientes. Como
tampoco existen en abstracto valores como el amor, la bondad, la
justicia, sino encarnados en la vida
concreta.
La vida es, por otra parte, algo inacabado.
Una tarea siempre por hacer. La vida es
expansión, desarrollo, despliegue. Lo más terrible que puede decir
alguien es que está «acabado». Cuando
esto sucede, la vida se termina.
Hay que mantener siempre el deseo de vivir
creciendo. Pero, ¿a dónde se dirige nuestra vida? ¿Dónde termina
definitivamente? ¿Dónde alcanza su
verdadero cumplimiento? Apoyados en Cristo Buen Pastor, los cristianos creemos
que la vida no termina en la extinción
biológica sino que está llamada a trascender. La vida es mucho más que esta vida que conocemos ahora. Hemos
nacido para una «vida eterna» que
alcanza su plenitud en Dios que es un camino más estimulante y una
esperanza más liberadora para enfrentarse a la
vida. Es el camino ofrecido por nuestro Buen Pastor.
Surgen a menudo congresos, asambleas, retiros
que intentan dar una respuesta a nuestras preocupaciones de cristianos
comprometidos, a lo que constituye el ser y la esencia del ser cristiano. ¿Cuál
es la auténtica identidad cristiana? ¿Dónde está la barrera de lo cristiano y
lo no cristiano? Un cristiano que se
desengancha del Amor, de la fraternidad, está perdiendo preocupantemente su
identidad cristiana. Muchas cosas a las
que se llama hoy «amor» no son en realidad sino parodias que desintegran el
verdadero amor.
Erich Fromm, hablando del amor, esa palabra
que llena tantas páginas en la vida del hombre, decía: «La gente capaz de amar,
en el sistema actual, constituye por fuerza la excepción; el amor es inevitablemente
un fenómeno marginal en la sociedad occidental contemporánea».
Nuestro estilo de amar debe tener como
criterio y punto de referencia el modo de amar de Jesús…afirmar la vida, el
crecimiento, la libertad y la felicidad de los demás. Sólo nos diferenciamos de los demás si
amamos a los hermanos sirviéndoles, perdonándolos, dedicándoles nuestra
atención y nuestro tiempo, comprendiéndolos en sus penas y alegrías,
desterrando de nuestro estilo de ser y de actuar la soberbia y el menosprecio, el
desdén y la prepotencia, la desconsideración y el olvido, el desamor y el
egoísmo….
El cristianismo no es una mera “religión del libro”, sino de una
palabra viva que es persona hecha amor. Viejo es lo que, con el paso del
tiempo, se deteriora y pierde valor; antiguo es aquello que, con el paso del
tiempo, mejora y adquiere valor. El
evangelista Juan, en un pasaje, escribe: «Queridos, no os escribo un
mandamiento nuevo, sino el mandamiento antiguo, que tenéis desde el
principio... Y sin embargo os escribo un mandamiento nuevo» Lo de amar al prójimo «como a uno mismo» se
había convertido en un mandamiento «viejo», esto es, débil y desgastado.
Es el cielo nuevo y la nueva tierra lo que
construyen aquellos que han convertido el amor en señal y distintivo de su
condición cristiana. Los cristianos somos llamados a transformar las relaciones
humanas de la sociedad en la que vivimos con el ofrecimiento del amor sin
límites. En la medida en que el amor se haga realidad en nosotros estaremos
manifestando que el Señor habita en su Iglesia, y en el corazón de cada uno de
sus fieles.
Estamos tan acostumbrados a amar y servir
según nuestra medida.. es que nuestro amor sólo alcanza a los cercanos, a los
del círculo de pertenencia y a los afines sociales o políticos. Poca vida hay
en nuestras familias, trabajos, comunidades cristianas, organizaciones sociales
o políticas, y por eso no se acierta con las causas reales de quienes mal
viven, mucho sufren, y nada o poco pueden elevarse a niveles de verdadero gozo.
San Agustín definió la paz como esa
tranquilidad que gratifica, cuando todas las cosas se encuentran en su sitio
apropiado. La paz no es un signo que caracterice a nuestro tiempo. Para
convencernos de ello es suficiente con hacer un recorrido por el mapa nacional
o mundial.
¿Por qué no hay paz? ¿Por qué corre la pólvora y la sangre? ¿Por qué
las zonas del hambre y del subdesarrollo? Las relaciones humanas, la política,
la ideología y la economía no pueden ser calificadas precisamente de pacíficas.
Deseamos la paz pero no es fácil decir en qué consiste. Es, si, asegurar una
vida digna y dichosa para todos. Con el corazón lleno de resentimiento,
intolerancia y dogmatismo se puede movilizar a algunos sectores; desde
actitudes de prepotencia, hostilidad y agresión se puede hacer política y
propaganda electoral, pero no se puede aportar verdadera paz a la convivencia
de las gentes.
Así dice Jesús: «Os dejo la paz, os doy mi paz; no os la doy
como la da el mundo».
Construir la paz es ayudar a acercar posturas y crean un
clima amistoso de entendimiento, mutua aceptación y diálogo. Jesús, siguiendo
la costumbre de su pueblo, se despide de los discípulos diciendo: "la paz
les dejo", pero inmediatamente añade: "mi paz les doy". Con lo
que distingue entre su paz y otras paces u otros modos de entender la paz. Para
muchos la paz no es más que ausencia de
guerra, un tiempo entre dos guerras, que ni siquiera excluye la carrera
de armamento y hasta lo supone, pues "el que quiere la paz prepara la
guerra". O es un equilibrio de fuerzas entre dos bloques que se temen y,
sólo por eso, se respetan; o resultado de una victoria aplastante sobre el
enemigo, o una gran mayoría de personas que sólo quieren vivir en paz o que les
dejen en paz, pero la entienden como tranquilidad para hacer sus negocios y
vivir despreocupados de todo cuidado altruista. La paz, dijo Paulo VI es el
fruto de la justicia. La paz de Jesús es la paz de Dios, una paz que este mundo
no puede dar. Es una paz que se funda más bien en el desequilibrio o en la
locura del amor, que lo da todo, que lo comparte todo, que no busca lo que es
suyo y que todo lo perdona. Por eso los
que aman son los que construyen la paz. Dios perdona a los pecadores, los que
creen en ese amor se sienten obligados a perdonar a los que les ofenden y a
reconciliarse con todos los hombres.
Cristo y su mensaje es para nosotros la verdadera paz.
La Iglesia tiene que ser un ejemplo de paz en
un mundo sin paz. Pero ha de superar en su interior ciertos problemas que
provocan tensiones y que sólo pueden resolverse bajo la guía del Espíritu
Santo, en la oración y en la obediencia a sus designios.
En el Concilio de Jerusalén hubo una gran
confrontación de pareceres. Para unos, la fe en Cristo no era suficiente para
la salvación sin la necesaria circuncisión. Para otros, la ley había encaminado
como pedagoga a los creyentes a Cristo. Llegado Cristo, él solo basta. Y el
Concilio dijo: "Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros, no imponeros
más cargas que las indispensables". Es una fórmula repleta de fe y de sensatez
que conmueve. Fue un momento realmente
decisivo y trascendente para la Iglesia católica y para el evangelio universal
que les había mandado a predicar el Maestro. El Espíritu es el que nos guía a
descubrir y vivir cada día la novedad de Dios, la novedad de la Buena Noticia,
de la vida nueva, la novedad del amor a tope hasta el extremo.
¡Cuánto nos cuesta entender a los creyentes
esta novedad! ¡Cuán lejos está nuestra espiritualidad de cada día de esta
inusitada novedad que se propone y a la que se nos convida! Tenemos que
discernir sobre lo idóneo de nuestro comportamiento. Y a la hora de examinar
nuestras conciencias --y hacerlo bien--, sabemos lo que es verdad y lo que es
mentira, lo que no ocurrió y lo que es fruto de nuestra imaginación. Pero no logramos franquear nuestra atmósfera
de crueles egoísmos y encendida violencia. Un mensaje vital para los pueblos
que pretenden taladrar el firmamento es solamente un verbo de tres sílabas:
COMPARTIR.
ppaulbello@yahoo.com
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