SI
ALGUIEN en Inglaterra fue nombrado "Corazón de León", con más razón
Caracas merece llamarse "Corazón de Mango". Y geminiano él además,
pues mayo y junio son,al menos lo eran, los meses dilectos para mostrarse a
fruto pleno. ¡Qué iba a saber de eso Umberto Eco cuando escribió su Historia de
la belleza! No incluyó sino obras de arte para repetir, tal vez
proponiéndoselo, una forma escurridiza de comprender el mundo dividiéndolo
entre lo privadamente humano y lo perteneciente a la naturaleza, como si fueran
territorios distintos.
Ya lo decía Oscar Wilde en La decadencia de la mentira,
"...para nosotros es una suerte que la Naturaleza sea tan imperfecta
porque si no fuera así, no tendríamos arte". Y remataba sin compasión que
"nada más palpable que el odio de la Naturaleza a la mentira". Los
gusanos lo saben de memoria.
Y SI EN VERDAD hay cosas en la vida que están
hechas para protegernos del miedo, el mango es una de ellas. Y no hablo sólo de
su fruto, que de por sí es un portento de sabor, color y olor trementino, que
logran confundirse en única y exquisita forma. Porque un mango cabe en
cualquier parte, y aun teniendo el peso perfecto, es difícil de esconder por su
expresividad congénita. Lo digo también por el árbol que lo arropa y mece.
Debajo de una mata de mango muchos aprendimos a escuchar, a compartir con
otros, sentados con los perros del vecindario, a mirar al mundo desde allí en
una especie de oasis íntimo al que se entraba como Pedro por su casa y donde la
mesa de ofrecer se encontraba repleta de manjares y avispas.
Dispuesto para
encaramarnos en él, no hacíamos sino escalar nuestro propio tamaño, fuerzas y
carencias, comprender quiénes éramos, y saber lo lejos que estamos de nuestro
pasado más cercano. Porque "monear" es el verbo con el que se define el
arte de subir a esa dimensión de la vida en la que se descubre el mundo, como
Cristóbal Colón en aquella frágil concha que navegaba por mares encrespados.
Desde esa mirada aprendimos a convertir lo ajeno en propio, sin robarlo. Caer y
levantarnos.
ASÍ
QUE CUANDO DIOS tenga la educación y la bondad de preguntarme qué deseo llevar
al otro mundo, incluiré con seguridad una mata de mango, para llevarme luz y
sombra, siesta y pájaros, cielo, conversa, escampe, recuerdos, compañías y
frutas, lugar para guarecerme del infinito que visto desde aquí, parece
inhumano y terrible. Porque la eternidad debe ser pavorosa. El espacio del
mango, que no se limita a su follaje, es parte clave de nuestra identidad.
Tenía razón, para variar, Arturo Uslar Pietri, cuando afirmaba que, "Los
que vivimos o pensamos en Caracas pertenecemos a la era del mango", pues
no hay caraqueño raigal, con excepciones, que se aprecie de serlo que no haya
compartido la mágica sensación de atravesar el tiempo en esa nave cósmica.
PERO
MAS ALLA de todo, está la gratitud, no siempre retribuida, que debemos a esa
compañía solidaria en cuyos colores se confunden, frente al Avila en horas de
la tarde, loros y guacamayas que vibran bajo el cielo azul de Caracas. Cuando
te pregunten que quién eres, responde "caraqueño, corazón de mango".
Así podremos recuperar lo que anduvimos e inventaremos un porvenir sin pedirle
permiso a los que mandan. Así estaremos en paz mientras llueva el peligro.
Leandro
Area @leandroarea
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siempre pense que Venezuela debería llamarse Mangolandia, por su riqueza en tales frutos,la variedad y sabor de los mismos.
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