Cuando
toque reseñar en perspectiva lo acaecido durante el penoso período histórico en
curso en Venezuela, podríamos referirnos con toda tranquilidad a “la era en la
cual toda empresa estatizada quedaba destruida”. Por muy acentuada que sean las pasiones en la
política, pocos podrán sentirse injuriados con las implicaciones de la
afirmación.
Helicóptero ruso cae en destrozado |
La
transferencia de activos y sociedades mercantiles a la administración estatal
no se hizo de forma alocada o improvisada, contrariamente a lo que pudiera
pensarse. Conforme obtenía las victorias políticas que le abrían el campo a la
toma de decisiones, Miraflores hizo una cuidadosa selección de los sectores de
la economía que consideraba “estratégicos”. El plan ha sido adelantado con
notable astucia, haciendo honor a un rasgo que signó las decisiones de Hugo
Chávez en vida, y que hablaba bien de sus habilidades como político: saber
esperar el momento para hacer las cosas.
Lo
ocurrido en las empresas de Guayana, por ejemplo, merece un comentario
particular. El holding de la CVG ha sido y es un conglomerado estatal de
empresas. El gobierno bolivariano, sin embargo, y Hugo Chávez en particular,
hizo desde 2004 un esfuerzo especial para convertirlas, también, en el espacio
para desarrollar nuevas relaciones de producción. Carlos Lanz, primero, y una
retahíla de gerentes lanzados desde un paracaídas, a continuación, se
apersonaron en las riberas del Orinoco y el Caroní para presentarle a las
graderías las flamantes conclusiones de sus estudios del marxismo. Fue mucho el
dinero que se gastó para formar cuadros, discutir fundamentos teóricos y
ahondar en el criterio de la nueva sociedad.
En algún momento del año 2006,
este servidor pudo presenciar como en un programa de Venezolana de Televisión
Aristóbulo Istúriz defendía apasionadamente la política de control obrero y
rebatía con fervor a su ex compañero de causa, Andrés Velásquez, cuando éste
denunciaba que, con harta frecuencia, los mandos gerenciales de CVG eran
electos en tumultuosas asambleas donde oradores “pescueceaban” discursos
obreristas mientras eran ovacionados de forma indiscriminada. La crisis
energética de 2010 terminó por sepultar el otrora poderoso entramado industrial
del sur del país.
En
incontables ocasiones se ha afirmado que hace unas cuantas décadas la gerencia
pública desechó, por impracticable, toda la jerigonza marxista que Lanz, Jaua,
Giordani y el resto de sus lunáticos compañeros continúan considerando infalible.
El botón de la muestra tiene una coordenada particularmente descriptiva: Rusia,
unos de los aliados fundamentales del chavismo. Nación que ha hoy en día cuenta
con poderosas corporaciones en materia gasífera, petrolera y de armamentos,
expresadas en sociedades mercantiles con organigramas de inspiración
tradicional que hoy apalancan, a diferencia de lo sucedido en los años
soviéticos, un emergente y muy bien fundamentado poderío industrial. Cada
cuanto se aparecen por acá, a financiar los nuevos disparates ideológicos del
chavismo y acumular sus acreencias, seguros de tener un aliado incondicional en
la región.
Pero
es que, además, a cualquier militante chavista le tiene que decir suficiente
que, al menos en lo tocante al trazo que se expresa en consignas y objetivos,
el oficialismo “acepte” la existencia de
la empresa privada. La acepta, no tanto porque la admire: lo hace porque la
necesita.
Con
sus múltiples incompletitudes y falencias, aún acusando los rigores globales
del momento actual, el capitalismo encontró una forma expedita y
particularmente eficiente para producir riquezas y desarrollar a las
sociedades. Todavía más: aunque suene herético, podemos afirmar que algunas
sociedades capitalistas han logrado unos niveles de desarrollo no vistos por la
humanidad nunca jamás. Podemos quejarnos
e indignarnos, con sobradas razones, en torno a lo que se hace y decide en los
entornos financieros; exigirle a las grandes fortunas del mundo un compromiso
algo menos hipócrita en materia de responsabilidad ambiental y combate a la
pobreza. Podemos, también, reclamar la presencia decidida del estado en el
proceso económico, defender la esfera pública en la toma de decisiones, como
garante de la voluntad general, de la protección del débil jurídico y de la pertinencia
misma de la política como concepto civilizador.
Lo
que nadie puede negar, porque el rasgo lo pudo avizorar, incluso, el propio
Carlos Marx en sus escritos, es que durante el tránsito del siglo XX, en el
momento del apogeo capitalista, la humanidad ha podido desarrollarse a una
velocidad superior a la registrada en los diecinueve siglos anteriores. Los
satélites, los buscadores de Google, los sanitarios, el agua caliente, los Gps,
las redes sociales, la tecnología aeronáutica, los avances en medicina y
ciencia: ninguno de esos elementos se gestaron solos, organizando carteleras
participativas en sociedades comunales. Son producto de un fenomenal despliegue
de fuerzas productivas, la creatividad y la innovación que ha hecho posible que
los seres humanos de hoy vivan más tiempo, estén mejor alimentados y mucho
mejor informados que en cualquier otro momento de la historia.
En
Venezuela, de momento, seguimos parados en el mismo lugar. Hace poco, en un
cándido esfuerzo para intentar tapar el sol con un dedo, el ministro de
Industrias, Ricardo Menéndez declaraba ante El Correo del Orinoco que en el
pasado, los “intereses imperialistas” impedían el desarrollo aguas debajo de
los productos siderúrgicos nacionales, todo bajo el supuesto de que esta sería
una realidad inminente en el socialismo.
Un
socialismo que lo único que ha hecho es vender petróleo para financiarse
proyectos productivos inviables, que en sí mismos constituyen una chatarra
conceptual. Mientras se denuncia el hambre especulativa de las empresas
trasnacionales y se prefigura la llegada del hombre nuevo, se acude a algunas
corporaciones gigantescas, en Brasil o en Rusia. Pero no para rectificar, sino
para endeudarse y repetir nuevamente la misma calamitosa operación.
Alonso
Moleiro
@amoleiro
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