En Venezuela, entre el
60 y el 75% del total de las ganancias que obtienen cada año las empresas
privadas, están comprometidos con el pago al Estado de tributos e impuestos. De
hecho, la cuantificación gremial privada arroja que las empresas locales le
pagan al Estado y a distintos organismos oficiales centrales y
descentralizados, 22 compromisos entre impuestos ordinarios y fondos
parafiscales.
Desde luego, se trata de
tributos que no guardan relación directa con el peor y más cruel de los
impuestos que tiene que pagar la sociedad, la inflación. Pero que,
indirectamente, sí lo hacen, al convertirse en un costo más, que luego pasará a
incorporarse a la estructura que terminará determinando precios en bienes y la
prestación de servicios.
Y esa es una realidad
que, por supuesto, también conocen las autoridades, indistintamente de que se
empeñen en condimentar argumentos administrativos con enfoques ideológicos,
para entrar al terreno de los cuestionamientos emotivos de la renta, la
plusvalía, y cuanto concepto sea engendrado en las nadas técnicas reuniones que
se convoquen para discutir si proceden o no los necesarios ajustes de precios.
Ciertamente, no son públicas
las reuniones que, se supone, también se
deben –o se deberían- dar en las
empresas públicas, cuando se trata de analizar costos y definir precios. Si
bien el factor subsidio, esa especie de capitalización de mala gerencia y
desvíos antiéticos de dineros del Estado, todo lo permiten y justifican. Pero
lo que termina por convertirse en un componente discursivo útil de presuntos servidores
públicos, para arremeter contra todo aquello que “castigue el bolsillo del
pueblo”, ahora se vincula con la obligación de quien produce de convertir sus
ganancias en un bien que pasa a ser objeto de pechaje forzoso, porque también
así se “golpean” los enriquecimientos capitalistas.
Los tributos
parafiscales en Venezuela, en verdad, han terminado por convertirse en una
especie de “vacuna” empresarial, ya que se les justifica en su concepción, se
les apuntala con un razonamiento almidonado para darle toque social, hasta que
terminan convirtiéndose en miles de millones de bolívares que son administrados
por manos desconocidas, sin controles de ningún tipo, ni mucho menos son objeto
de seguimientos en función de resultados.
En el torneo de
reproducción masiva de ministerios y despachos públicos que se ha dado en el
país durante los últimos años, siempre hay tres elementos que se conciben en la
estructura de las normas para justificar el funcionamiento de una determinada
dependencia. Se trata de la constitución de una Superintendencia, la ampliación
de la nómina pública y el nacimiento de un tributo parafiscal, cuando no multas
al por mayor, fiscalizaciones de las más exquisitas variedades, y un gran
montón de artículos encargados de llenar de amenazas punitivas cada espacio
disponible, en contra de quienes osan no cumplir la norma, precisamente en un
país cuya distinción más reconocida en materia legal, es el reinado de la
impunidad.
En todo caso, en
momentos cuando Venezuela flota sobre las más inverosímiles propuestas para
atacar el delito de la corrupción, sorprende el nacimiento de una nueva Ley, en
esta oportunidad la Orgánica
de la Cultura ,
con su correspondiente tributo fiscal debajo del brazo, para hacer nacer y
correr otro Fondo, financiado por las empresas privadas exitosas, bien
gerenciadas y que terminan produciendo ganancias, para satisfacción de
accionistas, trabajadores y el fisco.
Será el impuesto 23, que
nacerá de lo que tendrán que aportar las empresas que obtengan utilidades
anuales iguales o superiores a las 20.000 unidades tributarias, a pagar el 1%
al Estado para proyectos del área, sin que sepa con base en qué criterio,
respondiendo a qué principios, e ignorando el legítimo derecho a opinar y
exigir la rendición de cuentas de parte de quienes serán los encargados de
financiar gran parte de lo que ese ente haga, si es que lo hace.
¿Y la competitividad de
las empresas y del país, en dónde queda en este juego de ambiciones ,
pretensiones y dispendio de dinero ajeno?. ¿A qué inversionista privado de
capital nacional o internacional se le puede convencer para que emprenda en suelo venezolano, genere
riqueza y estimule la multiplicación de fuentes dignas y decentes de trabajo?.
Lo peor de lo peor en el
medio de estas incongruencias entre acciones contra la corrupción y la insistente multiplicación de entes
públicos que no tienen dolientes ni entregan cuentas, es que la mayoría de cada
una de las responsabilidades públicas a las que se les destina dinero por la
vía del situado constitucional, hoy lucen irreconocibles por sus peores rostros
y antihumanas condiciones de funcionamiento y atención a la ciudadanía. ¿Acaso
están a la espera de que también les inventen un tributo parafiscal que les
resuelva el futuro?.
Se olvida que " TANTO DA EL AGUA AL CÁNTARO, HASTA QUE SE REVIENTA "
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