Uno de los retos que tenemos por delante es
desasirnos de la exaltación histórica a la dictadura. Desde tiempos pretéritos
nuestro gentilicio ha estado esclavizado por el imaginario que nos presenta al
“buen dictador” como el solucionador de todas nuestras desgracias.
Por alguna
razón todos nuestros afanes terminan invocando a ese “déspota ilustrado” que
elevándose sobre las miserias nacionales si va a poder administrar y distribuir
la cosa pública con honestidad y eficacia. Esta ansiedad impostergable no es
fácil de explicar, sobre todo en las clases medias supuestamente educadas, pero
lo cierto es que las generaciones que vinieron después del gobierno de Pérez
Jimenez vivieron una nostalgia fatal que ansiaba esa época, supuestamente
edénica, donde el único delito era el meterse en la política. Y se pagaba con
creces.
Luego vino el experimento democrático que
tuvo que aprender rápidamente lo que podía ofrecer, presionado como estaba por
el tiempo y asonadas de izquierdas y derechas. Ofreció también su propia
versión de lo mismo, matizado, eso sí, por ese proyecto de modernización que
suponía crear ciudadanía y oportunidades, pero que se enfrascó fatídicamente en
esa dialéctica del poder que hizo sagrados y estratégicos los recursos de la
nación, y se engarzó en una relación de
desconfianza con el emprendimiento privado, que tuvo que vivir sin garantías
económicas, dispuesto por lo tanto a negociar cada espacio de oportunidades
como si fueran privilegios.
Buscando al déspota irredento nos conseguimos
con el chavismo. Todos estos años hemos estado encajados en un dilema casi
fundacional que nos impide romper con ese socialismo silvestre que pretende la
ilusión de un gobierno que se entromete para resolver entuertos. Todos somos
socialistas en la medida que todos esperamos nuestra porción de la renta
nacional sin que por eso nos sintamos responsables en la creación de nuevas
riquezas y oportunidades.
Todos aplaudimos un régimen que obliga a
determinar costos, fijar precios, administrar las divisas y establecer
unilateralmente las condiciones de las relaciones laborales. Todos nos
complacemos con la oportunidad de tener divisas sobrevaluadas, o una casa bien
equipada, pero sin costos, o mantener ese precio ridículo de la gasolina.
Todos, de alguna manera, no tenemos problema en participar de esa lotería
nacional, siempre y cuando no empecemos a notar el desguace que ocurre detrás
del escenario.
Pero lamentablemente un gobierno como el que
nos gusta solo tiene sentido interviniendo
el sistema de mercado, sofocándolo a punta de controles y medidas y jugando a
la candileja del “pan para hoy”.
Este tipo de regímenes se alimenta de poder y
del espectáculo de su propia arbitrariedad. Por eso ejerce de confiscador,
monopolista y empresario capitalista, encargado de esos menesteres, mientras el resto del país espera una
distribución goteada de la supuesta riqueza, y paradójicamente aprecia y
valida la corrupción, la lenidad y ese
discurso que confisca libertades y que iguala por la fuerza y hacia abajo, allí
donde la estrechez de posibilidades y las largas colas nos hermanan a todos en
tanto y en cuanto somos los menesterosos de la patria. Los presumidos
“gobiernos fuertes” viven del cuento del “gallo pelón”.
El hombre fuerte no es bueno. Esa debería ser la gran conclusión de nuestra experiencia republicana. Las dictaduras y los supuestos redentores de la patria han resultado ser sus expoliadores. El hombre fuerte pero ocurrente, con piel de “tío tigre” y talante del “tío conejo” no hizo a Chávez más eficaz ni al país más próspero. Así como los desplantes expropiadores no nos han dado mejores empresas y ni siquiera una mayor capacidad productiva.
Estos regímenes de insolencias autoritarias y
violencia dosificada deberían ser valorados en sus resultados concretos. Comencemos, por ejemplo, por el resguardo de
la soberanía. El resultado al respecto es patético.
Simplemente no sabemos
donde se toman las decisiones de Estado. Algunos aseguran que en Cuba, otros
dicen que los hermanos Castro operan como los grandes consejeros que por eso
mismo arriman la sardina para su propio sartén. Pero sabemos que la ausencia de
soberanía se paga en términos contantes y sonantes, y también en forma de
intrusión obscena de los sistemas de
inteligencia y de defensa nacional.
El hipotético “gobierno fuerte” ha
convertido en escena cotidiana la intervención cubana en muchas áreas
consideradas paradójicamente como estratégicas.
Pasemos entonces a algo más terrenal. La
solidez económica, porque se supone que ese es un indicador de los gobiernos
que hace gala de su fortaleza. La deuda ha escalado a velocidades
sorprendentes. Las reservas internacionales son un galimatías tramposo y opaco
que nadie se atreve a interpretar positivamente. Dependemos como nunca del
negocio petrolero al que sin embargo se ha maltratado hasta dejarlo en
condiciones francamente precarias. Y para colmo, la guerra contra el sector
productivo nos ha dejado con la mitad de las empresas del pasado y sin ninguna
oportunidad de que alguien sensato venga a invertir. ¿Y los dólares? Ya sabemos el vacío en las
arcas que resulta inexplicable a menos
que le pongamos costo a ese afán de dirigir la suerte del continente en el que
se embarcó el chavismo.
Todo lo demás es debilidad. Hospitales que no
funcionan. Policías que no garantizan ni siquiera la seguridad de sus propios
funcionarios. Bandas armadas que funcionan como “leviatanes” alternativos e
imponen su ley en las calles. Escuelas Públicas que son puro déficit y
carencias. Universidades colocadas en el extremo de la inanición. Y todo esto
conviviendo con decisiones rocambolescas como la financiación de satélites
(aunque no tengamos como importar teléfonos celulares o proveernos con un
internet de banda ancha razonable) o un parque de armas de guerra que pronto
será chatarra y deuda. Entonces, ¿tiene sentido endosarnos al hombre fuerte y
bueno?
El reto es lanzar al basurero de la historia
ese mito y elaborar una nueva narrativa democrática, menos vinculada al
usufructo del poder y más comprometida con el respeto a la ley y la garantía de
derechos y libertades.
Esa nueva narrativa debe tener límites y prioridades. Debe saber que decir, cuales son compromisos legítimos y cuales otros son espurios. Debe apostar a las instituciones y no a las montoneras de seguidores. Debe respetar las reglas del juego y no preponderar la trampa. Debe tener líderes y no caudillos endiosados. Y debe renunciar al cohecho, a la corrupción institucionalizada, al compadrazgo, el nepotismo y al juego cerrado que considera buenos solo a los amigos. Debe creer en la validez de las libertades y derechos así como apostar al emprendimiento nacional.
Si no lo hacemos, no tiene sentido
alguno pasar de este socialismo a otro, pero tampoco tendremos tiempo para
evitar el desastre.
victormaldonadoc@gmail.com
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