Para no caer en la
tentación de dedicar todos mis artículos a enfrentar los disparates que se le
ocurren cotidianamente a la plana mayor del gobierno voy a continuar con la
narración de mi viaje al Autana.
Antes no puedo dejar
de decir que mientras la educación, la salud y la seguridad de este paupérrimo
país rico se caen a pedazos, el lúcido Nicolás Maduro declara que las montañas
de toda Venezuela estarán pronto erizadas de baterías antiaéreas con la última
tecnología del mundo. Emulando a Cuba, la teoría de un ataque eminente del
Imperio ha sido adoptada como fórmula de ocultamiento del desastre nacional.
Qué asco.
Después del Encuentro
Cercano con el oficial paranoico de la Guardia que vio en mí a un potencial
espía, llegamos a Puerto Ayacucho.
El primer impacto que
causa el centro de la Capital del Estado
Amazonas es el de un viaje en el tiempo a la Centroamérica de los 50. El caos
vehicular y peatonal así como los charcos barrosos de agua de lluvia se suman a
montañas de basura desparramadas por el boulevard.
Dicen que la mala relación entre el Gobernador
opositor y el Alcalde oficialista ha resultado en eso. Acostumbrados como
estamos al boicot implacable ejercido por el Gobierno Central a los
Gobernadores de la oposición no me animo a adjudicar responsabilidades.
Perdidos en el
maremágnum del subdesarrollo optamos por preguntar a un motorizado la ubicación
del Hotel Amazonas.
Gentilmente el hombre nos guió hasta el sitio
por un vericueto de callejuelas pese a la desconfianza atávica sembrada en mi
cerebro por los motorizados caraqueños.
La apariencia externa
del hotel se asemeja a una escenografía gringa descriptiva de Latinoamérica. Un
arco coronado por desvencijado cartel de hierro forjado con el nombre del
lugar, da paso a una pequeña redoma y a unos jardines no exentos de encanto
tropical. Originalmente una casona antigua, la construcción se prolonga hacia
el fondo en ampliaciones modernistas, frías y anacrónicas con el indudable
sello de los bienes del Estado donde lo único que destaca son unas hermosas
tallas de madera y máscaras indígenas.
La recepcionista, sin
siquiera levantar la vista del papel que leía, preguntó secamente: -Dígame-
Un joven y
conversador botones nos llevó hasta la habitación que además de un número
olvidado lucía en su puerta la imagen de un morrocoy. Las puertas contiguas se
diferenciaban por medio de tigres, cachicamos, guacamayas y diversos
especímenes de la fauna tropical que algún cerebro creativo había considerado
una atractiva forma de identificación.
Una vez dentro del
morrocoy, el aire acondicionado y las sábanas blancas resultaron un alivio para
el estrés provocado por 11 horas continuas de sobresaltos carreteros.
Como no había sitio
cercano y decente donde comer, de la cava que mi previsora mujer había preparado
para viajar sin detenernos, salieron a
relucir cervezas heladas que acompañaron generosas raciones de asado negro con
pan y tomate.
Una vez saciados y
duchados logramos que el atento botones nos sirviese de guía hasta un cajero
automático.
Fue una ardua tarea.
Después de un largo recorrido en medio de la noche lluviosa y caliente que
empañaba el parabrisas, comprendimos que en todos los cajeros las colas de
usuarios eran infinitas.
-Vaya y venga y no se
distraiga, que aquí la seguridad está muy difícil-advirtió el hombre.
German_cabrera_t@yahoo.es
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