El patriotismo es la menos perspicaz de las pasiones, Jorge Luis Borges
Por mucho que pretenda hacerse pasar por
virtuoso, el nacionalismo es una de las enfermedades más extendidas en los
colectivos humanos en estos tiempos. Las tragedias más sobresalientes del siglo
XX se alimentaron del delirio supremacista, el culto demente hacia el
ancestralismo y la obsesión paranoide hacia la diferencia. La última de ellas,
bordada al costado de Europa Occidental, en las orillas del Adriático, la
tenemos a la vista: la Yugoslavia de Slobodan Milosevic.
Algunas plumas anotadas en la causa
incondicional del gobierno hacen en estos días toda suerte de malabarismos
retóricos para presentar al fascismo como una suerte de prolongación de los
intereses de los capitales financieros. Afirmaciones de una flacidez por demás
notoria, que técnicamente se rebaten solas: desde la Alemania Nazi hasta el
fundamentalismo Hutu, las degollinas más extendidas de todos los tiempos han
estado atadas al costumbrismo totalitario: partido único, modales marciales,
grima a la modernidad, propaganda de guerra, satanización del adversario,
degradación del debate público, montoneras en las calles.
Por supuesto que la afiliación voluntaria a
una nación no coloca a nadie, de forma automática, en los peligrosos dominios
del nacionalismo doctrinario. Sin ser nacionalista, en lo particular puedo
afirmar que soy un resuelto defensor de un criterio que encuentro mucho más
consistente: el de la identidad cultural. Los países no son inventos de nadie:
son realidades palpables con entornos, anclajes emocionales y efectos jurídicos
concretos.
El nacionalismo latinoamericano encuentra sus
orígenes en el otro extremo del pensamiento: la izquierda y la extrema
izquierda. El tutelaje cultural y los sucesivos escamoteos militares llevados
adelante por los Estados Unidos en esta parte del mundo hicieron posible que se
asentara de forma por demás genuina y legítima en muchos intelectuales,
pensadores y activistas latinoamericanos de mediados del siglo XX.
La
afirmación nacional era, a diferencia de otras ocasiones, una palanca para afirmar
los derechos de la ciudadanía. Bolívar y sus huestes; los palestinos, los
partisanos de Tito, Garibaldi, los combatientes armenios: en los tiempos del
florecimiento republicano, nacionalistas han sido aquellos que no tienen nación
en la cual asentar sus vidas.
Un complejo entramado de desarrollos diversos
ha tenido lugar en América Latina y el mundo a partir de entonces. Las formas
de propiedad, la pertenencia cultural, el lenguaje, la ciudadanía: todos son
elementos sometidos a una lenta pero intensa metamorfosis producto de la
expansión tecnológica, el poder de los buscadores en Internet y el carácter
fractal de las redes sociales.
La globalización no es, como piensan las variantes monocordes del chavismo, un antojo trasnacional, o una circunstancia impuesta, sino un estado de la historia, a estas alturas de carácter irreversible. La cosmópolis es una de sus consecuencias culturales directas. No es una casualidad que las constituciones más avanzadas del mundo, incluyendo la nuestra, consagren el derecho de las personas a tener dos nacionalidades. Anthony Giddens, el autor inglés de La Tercera Vía y Más allá de la izquierda y la derecha, lo definió con enorme precisión: son estos los tiempos de la “fidelidad múltiple”.
Mutaciones e intercambios que también tienen
su correlato en el lado izquierdo del consumo cultural: Manu Chao, por ejemplo,
uno de los intérpretes más brillantes de este tiempo, es un músico de carácter
nómada, de padres españoles, nacido en Francia, amante de los dominios árabes y
latinoamericanos, con éxitos grabados en portugués, francés, italiano y
español. El artista global por excelencia. La misma afirmación vale para Le
Monde Diplomatique y el inefable Ignacio Ramonet.
El modelo mixto desarrollado por Brasil
también puede servirnos de ejemplo. Los brasileros no han perdido tiempo
culpando a los demás de sus problemas. Tienen una influencia geopolítica que
toca, incluso, a sus conquistadores, los portugueses, y a las naciones
africanas que comparten su lengua, y un desarrollo tecnológico que no deja de
sorprender. Así como la Unión Europea y los Estados Unidos se ríen de las
enternecedoras bravatas antioccidentales de Cuba o Nicaragua, respetan con
entera sinceridad las disposiciones del gigante sudamericano. La realidad brasilera es hija de un modelo
democrático liberal que respeta y promueve la independencia de criterios. Un
entorno cultural flexible, complementario y múltiple, que tiene a algunas de
sus universidades en la vanguardia de la subregión. La independencia que tanto
alude el chavismo no la vamos a alcanzar colocando discos de Xulio Formoso: la
obtendremos desarrollándonos como lo ha hecho Brasil
Son circunstancias multidimensionales, de
carácter concurrente y de una enorme complejidad. El chavismo, el falangismo,
el castrismo y el leninismo tienen para esta realidad respuestas muy
elementales. Dividir a la humanidad en parcelas; suponer que esa sola
circunstancia las hace únicas y mejores que las otras; hacer ascos de la
diferencia y el mestizaje cultural. Mirar el futuro con la nuca. Tener una
visión policial de la política. Llorar con el himno, cuadrársele a una bandera,
desbordarse en cánticos cursilones de carácter rural. Son parte de los vicios
más genuinos de la extrema derecha y la extrema izquierda. Ese es nuestro
verdadero dilema: apertura o aislamiento. Uno de los aspectos más interesantes
de la plataforma programática de la MUD descansaba en esa cláusula: “Venezuela,
país abierto al mundo”. El eje del racionalismo democrático.
Pío Baroja lo dijo una vez: “el nacionalismo
es una enfermedad que se cura viajando”.
No hay insulto que me de más risa que
ese de “apátrida”.
alonsomoleiro@hotmail.com
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