Cierta
impotencia, bronca e indignación puede convertir determinadas percepciones
superficiales en verdades absolutas e irrefutables. Eso sucede con la
corrupción. Se trata, de un fenómeno casi universal que se presenta con
tonalidades que van desde las más burdas a las más disimuladas.
Su
creciente virulencia y su permanencia en el tiempo, a lo que se agrega su
exacerbación contemporánea, han instalado la idea de que la corrupción florece
gracias a la complicidad y el silencio de muchos ciudadanos honestos que
prefieren hacerse los distraídos frente a tanto despropósito evidente.
Es
cierto que un sector de la población se ajusta a esa descripción de la
sociedad. Muchos ciudadanos prefieren la apatía, miran a otro lado y eligen
ignorar lo que ocurre o solo tomarlo como una variable más de la realidad.
Pero
buena parte de esa indiferencia tiene, tal vez, una explicación un poco más
profunda y pocas veces abordada. Son muchos los que están asqueados por la
corrupción y por como la corporación política sostiene esta perversa dinámica,
que es capaz de torcerles el brazo a tantos que parecen defender valores
inmutables.
Abundan
historias en las que gente honrada, que proviene de diversos oficios y
profesiones, ni bien ingresa al mundo de la política, empieza a mutar lentamente,
para luego tomar impulso y hacerlo con mayor velocidad hasta finalmente
confundirse con cualquier personaje de la partidocracia.
Ese
poder ilimitado y arbitrario, ha conformado una compleja red de complicidades,
con ladrones que roban mientras los honestos elijen una extraña lealtad desde
el secreto y una incomprensible discreción, como mecanismo evasivo, creyendo
que la ocultación los exculpa de algún modo.
La
corrupción tiene un entramado difícil y cuesta saber desde que lugar intentar
su desarticulación parcial o total. Por un lado están los que gobiernan y
estafan. Del otro los que, sin ejercer la conducción, prefieren dejar intacto
el sistema sin modificar las bases de la corrupción estructural, porque suponen
que atacar ciertos intereses es inviable o
porque esperan usar lo que está vigente, para hacer, oportunamente más
de lo mismo.
Los
oficialismos ignoran la existencia de la corrupción, o a lo sumo la minimizan.
Mientras tanto, la inmensa mayoría de la oposición zigzaguea entre la
descomprometida crítica y la excesiva prudencia absoluta.
Bajo
esas circunstancias, obviamente la ciudadanía siente que no tiene opciones, que
no hay salida, que la corrupción no es una alternativa, porque todos roban, y
solo se puede elegir ciertos matices o estilos, pero no aparecen alternativas
que ofrezcan integridad y virtudes. Solo como ejemplo, si la política no puede
explicar el origen de su financiamiento, mal podrá ofrecer transparencia en la
administración de los recursos.
Los
ciudadanos se encuentran así atrapados, encerrados, sin opciones. Se los
convoca a elegir entre diferentes matices de lo mismo, y entonces la corrupción
desaparece virtualmente de la agenda porque ya no existe chance de eliminarla o
siquiera mitigar su impacto cotidiano.
Habrá
que entender que no se trata de resignarse sin más y agotarse en esto de
describir los sucesos como meros observadores del presente, sino de intentar
vislumbrar lo que ocurre, para luego construir un diagnóstico que permita no
equivocarse en la formulación de posibles soluciones.
No
se puede pretender curar una enfermedad que previamente no se entiende o no se
interpreta correctamente. Para encaminarse hacia la solución del problema se
debe comprender todo para decidir cómo encarar un tratamiento que tenga chances
de ser exitoso en un plazo razonable.
No
es simple. No se trata solo de apatía ciudadana, de abulia cívica e
indiferencia crónica. Hay de eso y mucho, pero también se presencia una brutal
resignación que deprime, angustia y entristece, hasta la impotencia.
Es
preciso construir opciones políticas honestas y transparentes que devuelvan la
esperanza, y permitan recuperar la credibilidad. Para ello, es importante
aceptar que la corrupción crece, se fortalece y se consolida allí donde existe
un Estado grande, repleto de recursos económicos, con poder centralizado, sin
contrapesos y una discrecionalidad a prueba de todo.
Si
la sociedad pretende líderes con esas características, omnipotentes, que
gobiernen tomando decisiones inconsultas, sin acuerdos, ni consensos, no es
posible esperar otra cosa que una sucesión de gobiernos corruptos. Eso dice la
historia, eso dice el presente.
Es
tiempo de abandonar aquella creencia de que el problema son las personas y su
inmoralidad. Los pocos países que lograron erradicar la corrupción o llevarla a
niveles insignificantes, no eligen héroes, sino que construyeron sistemas
políticos con equilibrios, donde resulta imposible hacer lo impropio sin ser
descubierto. Por eso funciona.
En
estas latitudes no se encuentran soluciones porque se parte de un diagnóstico
equivocado y se prefiere creer que solo se trata de malos funcionarios y no de
ideas erróneas. Tal vez sea un mecanismo social que la gente encontró para no
modificar sus paradigmas, excusarse y quitarse así responsabilidades que le son
propias.
Alberto
Medina Méndez
albertomedinamendez@gmail.com
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