«Leer, hoy en día, es una actividad enojosa
que sólo compete a misántropos o antropofóbicos, individuos enfermos que,
incapacitados para toda vida dentro del sistema social establecido, deben
consagrar sus vidas en torno a esos entes inanimados […] pesados, mal
encarados, aburridos y llenos de polillas que reposan en las bibliotecas»
Debo confesarme parte inequívoca de este
último grupo de individuos, pues, no encuentro nada más placentero que
retirarme de todo bullicio durante la tarde (o la
mañana o la noche) y reclinarme en cualquier rincón para disponerme a leer.
Siento placer, digo, y no puedo menos que usar ese verbo que, según la Real
Academia, equivale a disfrute, complacencia, satisfacción, diversión,
entretenimiento, incluso goce. Pero al hablar de goce, hemos de revisar
nuevamente el DRAE, cuyo resultado parece coincidir con el del placer; a saber,
gozar incluye un disfrute agradable -sugiere una sensación de suavidad-,
complacencia y alegría, incluso se recrea con el disfrute sexual.
En El placer del texto, Roland Barthes hace
una diferencia entre el placer y el goce que se distancia del Diccionario de la
Lengua Española, y que hemos de revisar: «Texto de placer: el que contenta,
colma, da euforia; proviene de la cultura y está ligado a una práctica
confortable de la lectura. Texto de goce: el que pone en estado de pérdida,
desacomoda (tal vez incluso hasta una forma de aburrimiento), hace vacilar los
fundamentos históricos, culturales, psicológicos del lector, la congruencia de
sus gustos, de sus valores y de sus recuerdos, pone en crisis su relación con
el lenguaje». Como vemos, la RAE y BARTHES coinciden en lo que al placer se
refiere, pero en cuanto al goce hay un tinte de sufrimiento en la conceptualización
del pensador que no encontramos en el diccionario.
Ahora bien, ¿tiene sentido, siguiendo al
teórico francés, hablar de sufrimiento en conjunción con el disfrute? Sin duda
alguna. Pensemos por un momento en lo doloroso que resulta escuchar la tercera
sinfonía de BEETHOVEN mientras se disfruta cada uno de sus movimientos. O
cuando se reúne un grupo de personas a comentar lo dramático de la escena de la
novela de las nueve: lloraron, le gritaron a la protagonista (al televisor, en
realidad) pero disfrutaron viendo el culebrón y ahora disfrutan comentándolo y
lanzando sus propias impresiones al respecto. También ocurre en el caso de una
película, digamos alguna de suspenso o terror. Pienso en El exorcista, filme
que no tolero porque mi angustia es infinita cada vez que a la niña le da por
contorsionarse. Pero más allá de mí, su éxito radica en la capacidad de generar
temor en los espectadores, quienes esperan atentos a que algo peor ocurra. Es
decir, hay un pleno disfrute en sentir angustia, afirmación ésta que, de
aceptarla, le traería inconmensurables beneficios a los psicólogos y
psiquiatras del país.
Pero volviendo a BARTHES y al texto del goce,
sin duda hay algunos textos (novelas y cuentos, incluso ensayos) que causan
angustia o desazón en el lector. Por ejemplo, leer los cuentos y las noveletas
de JIMÉNEZ URE -textos que me gustan muchísimo, debo acotar- siempre trae
consigo una sensación de perplejidad angustiosa, de esas que lo ponen a pensar
a uno sobre la vida propia, y sobre lo atroz que puede llegar a ser la mente
humana. Por otro lado pienso en BECKETT.
La desesperación, consecuencia de leer y leer
y darnos cuenta de que no hay concreción por ninguna parte, trae de suyo
-además del insomnio- una angustia lacerante, pujante, casi hasta enfermiza,
pero no por ello menos disfrutable. Hay un placer morboso en esta clase de
lecturas, pero son de las imprescindibles para la vida, al menos, para la de
aquellos que morimos por la lectura.
Por otro lado, pienso en aquellos textos que
han trastocado mi visión de mundo, agrediendo una supuesta complacencia con la
que me iba acostumbrando. Hablo de autores como HOBBES, MAQUIAVELO, NIETZSCHE,
SARTRE –en el ámbito filosófico- y, en el caso literario, UNAMUNO, OSSOTT,
CAMUS, SÁBATO y fundamentalmente DOSTOIEVSKY. No hay nada que me resulte más
doloroso que verme al descubierto por hombres que jamás supieron de mí y, a
pesar de ello, me hablan directamente, diciéndome al oído cuan equivocada he
estado, o me abofetean para que me detenga y me piense. Leerlos ha traído como
consecuencia despechos de semanas enteras; despechos tan reales, tan vívidos,
que incluso he dejado de comer. Tal vez porque mi relación con el libro es, al
decir de BARTHES, fetichista. «[…] El texto es un objeto fetiche -dice- y ese fetiche
me desea. El texto me elige mediante toda una disposición de pantallas
visibles, de seleccionadas sutilezas […] En el texto, de una cierta manera, yo
deseo al autor: tengo necesidad de su figura […] tanto como él tiene necesidad
de la mía […]». Y si yo deseo al texto pero éste me desprecia, me maltrata, me
disminuye, no hay posibilidad de placer sino de goce. Es el eterno masoquismo
del enamorado que no se ve correspondido, sino atacado, ultrajado, humillado en
lo más hondo de su ser.
Sin embargo, el goce que más he padecido
aparece luego de un enorme disfrute. Me ocurre, como supongo le ocurre a muchos
lectores: leer la última página de un libro y no poder aceptar que terminó. Es
como la muerte del amado, ésa que jamás comprenderemos y por la cual nos
enlutamos por el resto de nuestras vidas. Esto me ha pasado en varias
ocasiones, y aún vivo el goce barthesiano, si se me permite. Hablo de Crimen y
Castigo, Memorias del subsuelo, El conde de Montecristo, Árbol de luna, La
insoportable levedad del ser, entre otros. Y es que hay algunos libros que no
deberían terminarse nunca, sino permanecer en sí mismos, vivir un devenir
interno y renovarse sin ninguna modificación.
Menos mal que siempre tendremos la
posibilidad de regresar a ese nido de polillas y recoger los restos.
marelis.loreto@gmail.com
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