Se viven épocas de desmesurada confrontación
discursiva, de acalorados debates, de excesivas pasiones políticas, pero es
bueno entender que la salud de una
sociedad depende de su capacidad para convivir con las diferencias. Es
imposible construir algo sustentable sin consensos. Todo lo que se hace sin
cierto acuerdo y apoyo es efímero, dura poco, y se pone en juego en cada turno
electoral, o cambio circunstancial de las mayorías.
El debate se ha venido complicando más de lo
necesario, y no solo entre los actores de la política, esos que la han
elegido como profesión y el centro de
sus vidas. Ellos desdramatizan el intercambio de ideas, porque solo les importa
el resultado comicial, que les permite obtener poder, sostenerlo o acceder a
él, y asumen que el resto son solo cuestiones anecdóticas.
Pero intranquiliza este clima,
fundamentalmente, en la sociedad civil, en los habitantes que se crispan cada
vez con mayor facilidad, sin aparente relación directa con la cuestión, pero
con la razonable preocupación que cierta responsabilidad cívica e indignación
ciudadana les provoca.
Pero, en realidad, existen razones profundas
que explican mejor este fenómeno creciente. Por un lado están aquellos que
alimentan el odio sistemáticamente. Es probable que hayan tenido poca suerte en
sus vidas personales, o que fueran criados en un ámbito plagado de envidias,
celos, y fundamentalmente, baja autoestima que termina derivando en un discurso
con alto contenido de violencia verbal, modo en el que han encontrado la manera
de canalizar sus frustraciones individuales. Los atraviesa el rencor, el resentimiento,
y construyen desde esos sentimientos negativos una especie de ideología sin
soporte argumental, pero repleta de bronca e ira.
Lo concreto y cada vez menos disimulable, es
la presencia de un ingrediente central, un aspecto que ha pasado a ser el
protagonista indiscutido de esta era. Es que un sector de la sociedad,
lamentablemente cada vez más numeroso, discute con otros bajo un esquema de
absoluta negación, de terquedad, obstinación, porfía, testarudez y escasa
amplitud mental.
No los entusiasma, para nada la búsqueda de
la verdad, mucho menos su descubrimiento, solo se conmueven con cuestiones
meramente emotivas, carentes de racionalidad, pero que responden a una trama
más profunda pero de mucha mayor indignidad.
Tal vez lo explique mucho mejor aquella frase
que se le atribuye a Bernard Shaw cuando dice “No se puede discutir con una
persona cuya subsistencia depende de no dejarse convencer.”
Es que hay gente que NECESITA no dejarse
convencer. Precisa que ese mundo irreal construido sobre pilares falsos
sobreviva en el tiempo, porque su propia supervivencia económica depende de la
existencia de esa ilusión.
Esas personas viven del favor estatal, tienen
puestos en la administración pública, son beneficiarios directos de la ficción
creada, o son meros proveedores del sistema. La sola posibilidad de que la
inercia actual del presente se interrumpa, los aterra, los paraliza.
Algunos tienen motivos más ostensibles,
porque se vienen enriqueciendo a expensas del gobierno. Están ganando demasiado
dinero con un insignificante esfuerzo y nada que modifique este presente los
entusiasma.
Otros, solo tienen poca autoestima, y suponen
que un eventual final de este ciclo político podría dejarlos sin posibilidades
de mantener su estándar de vida, al que consideran aceptable.
Por esas razones, básicas pero robustas,
defienden con uñas y dientes a esas personas e ideas, por eso se enojan, se
crispan, se enfadan y enardecen frente a cada discusión. No les interesa ni la
historia, ni el futuro, ni lo que puedan decir los analistas políticos,
juristas o economistas.
Para ellos, aun no se han construido los
argumentos que refuten la bondad de su presente individual. No les importa si
se está claudicando en las convicciones, ni si el futuro puede oscurecer por lo
que se está haciendo ahora, solo importa seguir, a cualquier precio, al que
sea.
Y cuando se sienten acorralados, porque les
falta argumentación, caen en la siguiente fase, la de la justificación, esa que
sostiene que si estos funcionarios son corruptos, siempre existió la
corrupción, o el opositor de turno también lo es. O bien apelan a la trillada
estrategia de desacreditar al mensajero, de enojarse con los medios, lo que sea
preciso, pero siempre con la claridad de que nada les impida seguir disfrutando
de su presente.
Reconocer que quienes anteponen buenos
argumentos tienen razón, sería aceptar que su fuente de financiamiento puede
concluir esta etapa y ser reemplazada, en un marco republicano, por otra
conducción. Ellos saben lo que implica un cambio de color político y las
consecuencias para sus vidas.
Se podría ser indulgente diciendo que en
realidad no saben lo que hacen, que se trata de personas con limitaciones
intelectuales, pero lo cierto es que eso sería minimizar la situación. A estas
alturas, todos saben muy bien cómo son las cosas. Lo que sucede, es que estas
personas han descendido varios peldaños en sus convicciones, y abandonaron esos
principios que defendieron antes con vehemencia, cuando los valores morales
eran más importantes que el dinero al que tanto critican pero terminan
endiosando.
Lo más grave es que lograron ponerlos de
rodillas y hacerlos claudicar en sus creencias, los mercantilizaron,
comprándolos “solo” con monedas. Han perdido las riendas de sus vidas y su
escala de valores ha quedado pisoteada por ellos mismos. Prefirieron la
comodidad de la ayuda económica estatal, a la propuesta de ganarse la vida con
esfuerzo, pero con dignidad. Después de todo, tal vez sea buena idea
considerarlos solo como lo que son, individuos que han preferido doblegarse
para subsistir.
Alberto Medina Méndez
@amedinamendez
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