BREVE INTRODUCCIÓN
Haciéndonos eco de las expresiones fúnebres
clásicas en controvertidos filósofos como Michel Foucault o Friedrich
Nietzsche, el presente ensayo podría ser introducido a partir de la siguiente
sentencia no menos lúgubre que la de aquellos: “el individuo está muriendo”.
Va de suyo que no nos estamos refiriendo a
una muerte física sino moral; no se trata de una muerte producida por una
balacera de plomo, sino por un bombardeo sistemático de incisivas ideas; no se
trata de una muerte instantánea, sino gradual (de ahí que digamos que “está
muriendo” y no que “ha muerto”); y por último, no se trata de una muerte
específica sino universal: nadie escapa a ella.
Pero si el individuo efectivamente está
muriendo: ¿Qué lo está matando? ¿Cómo se está produciendo su muerte? ¿Qué puede
salvarlo (si es que algo puede hacerlo)? Reflexionar en torno a estas preguntas
echará luz sobre una nueva forma de dominación que aquí llamaremos “colectivización
de las consciencias”, cuya naturaleza y efectos trataremos más adelante.
Nuestro trabajo puede dividirse, a la postre,
en los siguientes desarrollos temáticos: una sintética propuesta acerca del
significado que deberíamos atribuirle a la idea de “individualismo”, que
destierre mitos y falacias muy difundidas sobre él; una reformulación de la
clásica idea colectivista de sociedad en tanto que estructura prioritaria y con
primacía frente al individuo; consideraciones insoslayables sobre la relación
individuo-sociedad; una aproximación a
la “colectivización de la consciencia” como forma de dominación; y finalmente
una conclusión que arroje pistas sobre cómo devolverle al individuo su
existencia plena.
La libertad, como queda claro, es la cuestión
que subyace a todos estos temas. Ella es la protagonista tácita de todo lo que
a continuación sigue. En efecto, una apología del individuo y su derecho a
existir como tal es necesariamente una apología de la libertad en su sentido
más puro.
VERDADES Y FALACIAS SOBRE EL INDIVIDUALISMO
Pocas ideas han sido tan deformadas y
vapuleadas como la del individualismo, incluso en el seno mismo de ciertos
sectores liberales. Lograr hacer del colectivismo un sistema moral hegemónico
requería, precisamente, la anulación de su alternativa lógica a través de un
gradual proceso de mutilación de significados. ¿Qué entiende acaso, la mayor
parte de la gente, por “individualismo”? Probablemente entienda que se trata
más de una actitud que de un cuerpo teórico complejo; y probablemente asocie
esta presunta actitud a cuestiones vinculadas a una suerte de egoísmo rapaz y
caníbal, insensible a “lo social” y desatendido de los demás.
Esto no es nuevo. El propio Friedrich Hayek
se mostró arrepentido de haber usado la palabra “individualismo” para
vincularla con los ideales de libertad en los que creía, sobre todo después de
haber constatado cómo la gente tendía a malinterpretar su significado profundo.
Pero el individualismo debería ser entendido
como algo significativamente distinto a todo lo que generalmente se piensa (¿o
se ha hecho pensar?) sobre él. Ante todo, el individualismo correctamente
comprendido[1] es una corriente filosófica que encuentra sus pilares
fundamentales en el respeto irrestricto por la vida humana en cada ejemplar.
Esto es, en verdad, una derivación del previo reconocimiento de que cada hombre
es un ser único, inigualable e irrepetible, dueño exclusivo −y por lo tanto
también responsable− de su propia existencia terrenal.
Estimo que lo anterior constituye el axioma
básico de una verdadera visión individualista.[2] De allí que tal visión
otorgue idéntica importancia a cada ser humano en su forma individual y
rechace, por consiguiente, doctrinas fundadas en el sacrificio de algunos por
el beneficio de otros sostenidas por el criterio de la primacía grupal. En
efecto, el común denominador de estas doctrinas (llámense fascismo, nazismo o
marxismo) es su origen anclado en visiones colectivistas que relegan al
individuo a un segundo plano y ponen al grupo en el centro de atención (llámese
al grupo nación, raza o clase).
Pero dado que cada individuo es dueño y
responsable de su existencia, para el individualismo el hombre −o mejor dicho,
cada hombre particular− es un fin en sí mismo y no un medio de los demás, como
alegaría Immanuel Kant. Con lo cual, una visión individualista sólo admite
interacciones mediadas por el mutuo consentimiento, esto es, mediadas por
voluntades recíprocas.
La voluntad de los hombres, así pues, se
constituye en la expresión de su propia individualidad. En efecto, la voluntad
es aquello que une y distancia al mismo tiempo a los seres humanos: los une en
tanto que todos la tienen, y los distancia en tanto que no existen dos sumas de
voluntades completamente idénticas.
En este orden de cosas, la idea de voluntad
se encuentra estrechamente ligada a otras dos ideas inseparables: la libertad y
la diferencia. Mientras que la primera es la precondición de la realización de
las voluntades (¿cómo podría realizarse la voluntad sin el previo goce de la
libertad?), la segunda es la consecuencia indefectible de la realización de las
voluntades (¿voluntades diferentes no provocan inevitablemente resultados
también diferentes?).
Cuando hablamos de voluntad estamos
refiriéndonos, en un sentido genérico, a los proyectos personales conscientes
de cada vida humana particular. Es claro, en este sentido, que para el
individualismo bien entendido no puede haber tal cosa como una “voluntad de
coartar voluntades” o una “libertad para arremeter contra las libertades”. Esas
son engañosas contradicciones. Si aceptamos que cada individuo es un fin en sí
mismo, estamos poniendo desde el inicio un freno a aquellas voluntades que, a
través de la fuerza (¿de qué otra forma sino?) pretendan reducir a los demás a
la condición de medio, pues tal cosa atentaría contra la propia individualidad
que se pretende defender.[3] De aquí que digamos, nuevamente, que el
individualismo levanta la bandera de la proscripción de la fuerza en las
relaciones humanas.
Frente a estos argumentos, es probable que
aquella doctrina que pone al grupo por encima del individuo −el
colectivismo[4]− sostenga que las voluntades de los individuos no son sino
meras construcciones del entorno social. Esta es, quizás, una de las más
difundidas y exitosas críticas que han esbozado intelectuales
anti-individualistas contra lo que consideran un ilusorio “hombre átomo”,
frente al cuál no han podido mejor cosa que proponer un hombre de plastilina,
carente de libre albedrío, moldeable en su totalidad por una suerte de poder
paranormal inherente al grupo. La idea más o menos suele ser expresada de la
siguiente manera: “el individualismo construye a un hombre inexistente que
actúa como átomo aislado sin ser afectado por el marco sociocultural que lo
rodea”. Se trataría, por tanto, de un problema ontológico.
¿Pero es el individualismo que proponemos
realmente “atomista” e ignora la naturaleza social del hombre? Va de suyo que
no. Y basta considerar que, si efectivamente fuese cierto que el enfoque
individualista no tuviera en cuenta el hecho de que los individuos
interaccionan en un marco sociocultural específico, no existiría necesidad de
adjudicarles la condición de fin en sí mismo. Es claro que si la vida del
individuo no entrara en contacto con la de nadie más, reivindicarla como un fin
y no como un medio sería innecesario por completo, pues ya se daría
indefectiblemente lo primero.
Junto a la acusación de que el individualismo
deviene en “atomismo”, suele esgrimirse que, en puridad, las voluntades no son
formadas por el propio individuo sino por factores socioculturales intrínsecos
a la comunidad, concebida como un todo. La verdad es sensiblemente distinta: el
individualismo, al no ignorar la realidad social del hombre como se dijo, por
añadidura tampoco desprecia las influencias de su propio entorno sociocultural
como arguyen sus enemigos. La diferencia esencial radica en que, para el
colectivismo, tal entorno es determinante, en tanto que para el individualismo
es sólo influyente, puesto que el hombre tiene la facultad del libre albedrío.
Existe, finalmente, una tercera crítica
eficazmente divulgada contra el individualismo consistente en sostener que éste
caracteriza al hombre como un simple egoísta y termina promoviendo el egoísmo
más vil y destructivo. Lo que el individualismo debería decir, empero, es algo
muy diferente: todo individuo tiene intereses y deseos personales vinculados a
sus proyectos de vida particulares que, siempre que no dañen derechos ajenos,
deberían respetarse sin objeción. Tal es el argumento individualista. Ocurre
que para explicar esto, los grandes autores liberales del siglo XVIII e incluso
algunos del siglo XX (como es el caso de la filósofa y novelista Ayn Rand)
utilizaron el vocablo “egoísmo”. Esto brindó la posibilidad a la intelectualidad
anti-individuo de asociar falazmente este interés personal con una motivación
egoísta en el sentido de interés exclusivo por uno mismo, lo cual es una cosa
totalmente distinta.
El interés personal, en términos simples,
tiene que ver con aquella estructura interna de preferencias que se va formando
y reformando a lo largo de la vida de todo individuo en la cual se define una
multiplicidad de cuestiones que para esa persona concreta son de valor y que
por tanto motivan sus acciones. Claro que el concepto de valor no refiere
únicamente al orden material, sino también al espiritual o intangible. Así como
una estructura de valores podría incluir “comprar un automóvil”, también suele
incluir “proteger a mi familia”, “alabar a mi dios”, “gozar de la amistad”, o
más genéricamente “ayudar a mi prójimo”. Muy distinto a esto resulta la falsa
idea de interés exclusivo por uno mismo, que limita la antedicha estructura a
valores exclusivamente de orden material en un individuo aislado por completo
del mundo social; algo en lo que, como vimos, un individualismo bien
comprendido jamás podría creer.
Pero es evidente que el individualismo que
postula al hombre como fin y no como medio, no promueve egoísmo en este último
sentido. Lo único que promueve es respeto absoluto frente a cualquier
estructura de valores siempre que ésta no implique acciones que pudieran dañar
los derechos de los demás.[5] Simplemente entiende que debe dejarse a los
hombres perseguir sus proyectos de vida como mejor lo consideren, evitando prescribir
coactivamente “modos de vivir” o “fines colectivos”.
¿Cómo resumir entonces, en breves palabras,
el verdadero significado ético del individualismo? Estimo que éste está
constituido por una serie de ideas morales cuya preocupación está puesta sobre
cada hombre en particular como ya se dijo. La ética individualista coloca a
todos estos hombres en una disposición perfectamente horizontal en términos de
dignidad, aunque no por ello deja de ser consciente de la infinita
heterogeneidad que resulta del ejercicio de la libertad. Así pues, advierte que
lo único que tienen de igual estos individuos es su condición de fin en sí
mismo, y que en todo lo demás (valores, gustos, habilidades, actitudes,
intereses, etc.) no existen dos individuos idénticos. El individualismo es, por
consiguiente, la idea del respeto recíproco como principio deseable de toda
sociedad.[6] Se trata de la idea de que la realidad es demasiado compleja como
para que determinados individuos se arroguen el derecho de manejar la vida de
los demás a su antojo: se trata, por todo ello, de un ideal de humildad y
tolerancia ante todo.
La llamada “sociedad abierta”, o más
concretamente el Estado liberal de derecho, es el corolario político de esta
serie de ideas morales. Podría decirse que el individualismo es a lo moral lo
que el liberalismo es a lo político. La visión que tiene el liberalismo en el
terreno de la filosofía política de un Estado mínimo protector de derechos
individuales, deviene precisamente de una visión moral individualista previa.[7]
INDIVIDUO Y SOCIEDAD
¿Qué entiende entonces el individualismo por
“sociedad”? Pues que se trata de una abstracción que refiere a un determinado
número de individuos, una compleja red que entrecruza las voluntades,
relaciones e interacciones de esos individuos, y el significado intersubjetivo
que éstos mismos le conceden a sus acciones. Ni más ni menos que eso. El
concepto de “sociedad”, de esta forma, no carece de importancia para el
individualismo en tanto que concepto analítico. Lo que éste rechaza es la idea
de sociedad como concepto moral.
Para el individualismo la sociedad no tiene
fines, no piensa, no siente, no actúa ni elige. Son los propios individuos de
carne y hueso los que definen propósitos, piensan, sienten, actúan y eligen. Y
son precisamente éstos los que tienen la capacidad de crear conceptos como el
de “sociedad”, cuya existencia sería imposible sin la previa existencia del
individuo.
A los efectos de ilustrar lo anterior, piense
en una civilización cuyos miembros, por alguna catástrofe natural, mueren de
repente. ¿No muere junto a ellos la sociedad? Ahora piense que, inmediatamente
después de estas muertes, un grupo de personas sin contacto social previo es
depositado en ese mismo sitio donde habitaban todos los hombres muertos: ¿Acaso
estos nuevos habitantes serán dotados por “la sociedad” de los patrones
culturales y los significados compartidos de los fallecidos? La respuesta es
claramente negativa, toda vez que el intercambio cultural no lo hace la
“entidad” sociedad, sino los propios individuos, como emisores y receptores de
cultura.
En este orden de ideas, el individualismo
concibe al individuo −y no a la sociedad− como productor, reproductor y
modificador de cultura. Los factores socioculturales, consecuentemente, no
resultan determinantes como el colectivismo los propone, sino simplemente
influyentes. El libre albedrío hace que esto sea así. Basta con mencionar que
las normas culturales no vienen dadas automáticamente sino que deben ser
aprehendidas por interacciones e incluso pueden ser rechazadas, lo que reafirma
el papel activo del individuo en su entorno sociocultural. Téngase en
consideración la proliferación de subculturas e incluso de contraculturas. ¿No
es esto una reafirmación del libre albedrío del individuo? ¿No son éstas
pruebas contra los argumentos deterministas del colectivismo?
Por todo esto, es claro que el individualismo
acuerda con la idea de que el individuo es influenciado por su medio
sociocultural, pero entiende que esta influencia no es otra cosa que el
producto de las interacciones que acontecen entre los propios individuos.
Después de todo, sin individuos no hay interacción, y sin interacción no hay
cultura ni sociedad.
LA COLECTIVIZACIÓN DE LAS CONSCIENCIAS
Dicho todo lo anterior, resulta claro que
concederle a la sociedad existencia separada y superior al individuo significa,
en la práctica, concederles a determinados individuos −aquellos que se
adjudicarán para sí la voz de esta entidad supuestamente rectora y casi
fantasmagórica− un estatus superior al del resto de los individuos. Es por ello
que el colectivismo es, por definición, una doctrina de dominación.
Colectivizar la consciencia del hombre
implica, a la postre, enseñarle a éste que la sociedad es una entidad
metafísica distinta y superior, a la cual se debe por completo; que él es una
insignificante parte de ese todo mayor, al modo de una pieza de engranaje que
en cualquier momento puede ser descartada. El hombre entenderá que “la sociedad
quiere”, “la sociedad exige”, “el bien de la sociedad es…”, perdiendo de vista
no sólo su propia individualidad, sino la individualidad misma de sus pares. El
hombre estará desconcertado, sentirá que “sociedad” es todos menos él, pero no
advertirá que en realidad es ninguno excepto aquellos que se apoderaron
discursivamente de su representación. Tal es el síntoma de una consciencia
colectivizada.
Semejante manipulación no podría realizarse
sin antes reconfigurar el sistema moral, enseñándole a ese mismo hombre que el
interés personal es malvado; que la realización moral nada tiene que ver con
sus deseos y aspiraciones personales; que para ser moral necesariamente debe
salir perdiendo en beneficio de otros (o más concretamente, en beneficio de la
sociedad). La separación de lo moral y lo práctico colocará al hombre en una
mortífera disyuntiva, tal como sostuvo Ayn Rand en su ética objetivista: ¿Se
elige ser moral o se elige ser racional? De esto sólo puede devenir la pérdida
de la independencia y la autonomía, condición necesaria para destruir la individualidad
del hombre.
Irónicamente, esta reconfiguración moral no
es sino un retraimiento a sistemas éticos arcaicos que caracterizaron los
tiempos de la premodernidad, cuando el grupo o la tribu necesariamente
prevalecía por sobre los individuos, fusionando a éstos en la entidad
supraindividual, como ocurre en las comunidades de hormigas, termitas o abejas.
Estas concepciones instintivas se volvieron sistemáticas, reflexivas y
conscientes en el desarrollo de la filosofía griega clásica. Y no es casualidad
que esta forma de pensar condujera a Platón, por ejemplo, a realizar el primer
esbozo de una sociedad totalitaria en La República. Tampoco es casualidad que
Sócrates, defensor de la autonomía individual, terminó siendo condenado a
muerte por sus ideas. Imbuido del código moral colectivista que dominaba la
polis, sin embargo, el filósofo prefirió morir antes que rebelarse o escapar. Y
es que la expresión política de la moralidad colectivista es, en última
instancia, el totalitarismo.
El individualismo, por el contrario, fue un
signo característico de la modernidad, que liberó a las partes de la opresión
del todo.[8] La idea de derechos individuales, el mayor logro ético de la
civilización, jamás hubiera podido ver la luz sin el desarrollo de una previa concepción
del individuo como entidad central, relevante, y carente de respeto como fin en
sí mismo. Desde entonces, el retroceso de estos derechos básicos es
proporcional al avance filosófico del holismo colectivista. Los totalitarismos
del siglo XX, de hecho, fueron una consecuencia de la contraofensiva de la
intelectualidad anti-individualista del siglo XIX.[9]
Extinguidos los totalitarismos del siglo XX,
y particularmente tras la implosión comunista, el “fin de la historia” de
Francis Fukuyama vino a resumir las creencias y expectativas que caracterizaron
el cierre del siglo pasado. Se pensó, en concreto, que el triunfo de la
libertad individualista por sobre la opresión colectivista era un punto de no
retorno. El “fin de la historia” era de libertad y democracia; no de
servidumbre y dictadura. Pero analizar por un instante el giro que han tomado
las cosas nuevamente, y advertir el poder que están recobrando las distintas
versiones del colectivismo bajo la forma política del populismo y del llamado
“Socialismo del Siglo XXI”, nos debería enseñar que la historia no se mueve por
sí sola hacia un fin determinado y preestablecido, sino que los hombres la
hacen y, por tanto, está sujeta a lo contingente e impredecible.
Resulta evidente que la dominación colectivista
que hasta fines del siglo pasado se intentaba instalar políticamente con
arreglo a la violencia revolucionaria, hoy ha tomado una forma mucho más sutil.
Así pues, si lo que antes se intentaba era la destrucción física o el
sometimiento coactivo del individuo, lo que ahora se intenta es la destrucción
moral y el consiguiente sometimiento inadvertido. Si lo que antes se conseguía
era colocar cadenas al hombre, lo que hoy se consigue es que el hombre mismo
pida al Estado que se las coloque. Antonio Gramsci fue, en este sentido, un
adelantado para su tiempo, pues comprendió que el triunfo del colectivismo
vendría de la mano de una modificación del orden cultural y educativo, es
decir, moral. El poder ya no brotaría más de la boca del fusil como enseñaba Mao
Tse Tung, sino de una alteración embozada y prolongada de la moralidad. Esa
alteración es la que aquí hemos denominado como “colectivización de la
consciencia”: un retraimiento ético a épocas pasadas del hombre, cuyo sistema
moral está haciéndose nuevamente hegemónico en el mundo en general, y en
América Latina en particular.
COMENTARIO FINAL
Ante el renacer, especialmente en América
Latina, de proyectos políticos fundados en la idea colectivista de la primacía
grupal en la que el individuo deviene en medio del todo supraindividual, urge
volver a reconocer en el hombre un fin en sí. La relación entre moral y
política es recíproca: la una determina a la otra, y la otra determina a su vez
a la una. Es por ello que en vano será todo intento de reforma política liberal
tendiente a rescatar la importancia de las libertades individuales, si no es
acompañado de una reforma moral individualista que siente las bases filosóficas
del respeto irrestricto por cada hombre en particular.
Esta reforma moral empieza por desarticular
los argumentos con los que el colectivismo ha engañado hasta el momento
prácticamente sin resistencia. Aquí hemos intentado brindar respuestas a
algunos de esos embustes, procurando rescatar lo que verdaderamente subyace a
una visión individualista. La labor, no obstante, es ardua, pero es menester
realizarla, toda vez que la lucha por la libertad, en los tiempos que corren,
es antes cultural que política.
Aquellos que creemos en la libertad como
valor central tanto para el hombre en particular como para la organización
social en general, adormecidos por un “fin de la historia” que no fue, debemos
despertar de ese sueño profundo e iniciar una contraofensiva filosófica, moral
y cultural.
El hombre, como tal, no puede ser
colectivizado. Que cada hombre es único e irrepetible, es una realidad que no
ha podido ser transformada siquiera por los regímenes más totalitarios de la
historia humana que pretendieron hacer del ser humano un “producto en serie”.
De ser así, aquellos nunca hubieran caído. Sólo una ilusión, un embuste bien
diseminado, una perversa manipulación retórica, pueden colectivizar apenas la
consciencia del hombre, llevándolo a aceptar irreflexivamente su propia
dominación, algo que está ocurriendo particularmente en nuestra región. La
libertad, después de todo, puede ser vulnerada de muchas formas, pero todas
tienen un punto de arranque común: el desconocimiento de la individualidad del
hombre.
Notas:
[1] Hayek diferencia el “verdadero”
individualismo del “falso” individualismo racionalista y constructivista. Ver
Hayek, Friedrich. Individualismo: verdadero y falso. Buenos Aires, Centro de
Estudios Sobre la Libertad, 1968.
[2]
Nos referimos y referiremos al individualismo en términos morales y no
metodológicos (“individualismo metodológico”).
[3]
“Los derechos de los demás determinan las restricciones de nuestras acciones”.
Nozick, Robert. Anarquía, Estado y utopía, Buenos Aires, Fondo de Cultura
Económica, 1988, p. 41.
[4] El
vocablo “colectivismo” suele ser utilizado corrientemente para designar
regímenes políticos y económicos. Aquí lo utilizamos para designar, además,
sistemas morales que, como se dijo, anteponen el grupo a la persona concreta.
[5]
“Una parte del concepto que nos merece la personalidad individual consiste en
el reconocimiento de que cada ser humano tiene su propia escala de valores que
debemos respetar aun cuando no la aprobemos. […] no nos sentimos con títulos
para impedirle la prosecución de fines que desaprobamos, a condición de que
dicha persona no infrinja la esfera igualmente protegida del resto de la
gente”. Hayek, Friedrich. Los fundamentos de la libertad. Madrid, Unión
Editorial, 2008, p. 114.
[6]
“[El individualismo] considera las convenciones no compulsivas de relación
social como factores esenciales para resguardar el funcionamiento pacífico de
la sociedad humana”. Hayek, Friedrich. Individualismo: verdadero y falso.
Buenos Aires, Centro de Estudios Sobre la Libertad, 1968. p. 54
[7]
“La filosofía moral establece el trasfondo y los límites de la filosofía
política. Lo que las personas pueden y no pueden hacerse unas a otras limita lo
que pueden hacer mediante el aparato del Estado o lo que pueden hacer para
establecer dicho aparato”. Nozick, Robert. Anarquía, Estado y utopía, Buenos
Aires, Fondo de Cultura Económica, 1988, p. 19.
[8] El
individualismo filosófico embrionario se puede advertir, no obstante, en el
siglo IV a.C. con los cínicos, y tuvo su desarrollo con los epicúreos y los
estoicos, todos ellos despreciados por la filosofía hegemónica holista de
entonces.
[9] El
holismo colectivista renació en el pensamiento contrario a la Ilustración y a
las llamadas revoluciones burguesas.
(*) Es
autor del libro Los Mitos Setentistas, y director del Centro de Estudios LIBRE.
agustin_laje@hotmail.com
@agustinlaje
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