La candidatura de Henrique Capriles Radonski, a pesar de no obtener la
victoria, marca un antes y un después en la historia política de Venezuela.
Si se quiere, anuncia nuestro ingreso retardado y a empujones al siglo
XXI; con similar retardo al que llegamos a los siglos XIX y XX, es decir, a la
vida republicana, en 1830 y luego, en 1935, a nuestra modernidad, una vez como
fallece el general Gómez.
No es del caso caer en la pueril circunstancia de quienes, al perder una
elección, se pasan los años rumiando la amargura y obsesos con la idea de que,
en todo caso, le aseguraron a su partido un crecimiento sin precedentes. Menos cabe
reparar sobre un argumento poco útil para mirar el horizonte, como la omisión o
traición del "peso muerto" de los políticos a sueldo o la
indiferencia de aquéllos quienes miran al país como ocasión de provecho, sin
importarles su destino. Tampoco me detendré en lo obvio, como el abuso y
ventajismo grosero del candidato oficial, apalancado en los dineros públicos,
quien encadena a discresión el sistema de radio y televisión para su culto
personal e irrespeta las leyes electorales, sin encontrar reparo.
Cabe situar, eso sí, los datos objetivos de la realidad que hoy vive y
los desafíos que le esperan a la oposición a la vuelta de la esquina. Las repúblicas
ni quiebran ni se mudan. Aquélla ha de saber cual es su anclaje para la lucha
inmediata y ser conciente de las razones que le han permitido atraer a su lado
a millones de venezolanos quienes apostaron por la alternativa de progreso
ofrecida por Capriles.
Desde las elecciones presidenciales de 1998 el Presidente Chávez logra su
objetivo, con una ventaja constante y "nominal" de un millón hasta un
millón doscientos mil votos. El sector que dice representar - el de los pobres
y excluídos, según su cantaleta - en buena parte le es fiel. Y en 2006, al
candidaro Manuel Rosales lo saca del juego con una diferencia de más de 3
millones de votos. Es el peor momento de
la oposición democrática.
Ahora bien, a la luz de los resultados preliminares ofrecidos por el
ente electoral, Chávez repite ahora como gobernante con el mismo techo
electoral de 2006; algo más de 7 millones de votos. En tanto que, bajo el
liderazgo de Capriles la oposición crece desde 4 millones hasta algo más de 6
millones de votos. Su propuesta, por ende, logra atraer a todos los sectores,
incluído, de un modo determinante, el estrato de los pobres y excluídos, a
quienes ya no les basta el discurso abstracto de la revolución, lleno de íconos
pseudo-religiosos y hasta tribales.
Un amigo entrañable y condiscípulo, por lo mismo, dice bien que tenemos
al día de hoy un presidente y dos ganadores.
La campaña electoral de ambos candidatos y sus resultados, con sus
estilos, sus propuestas, sus matizaciones, dibuja sobre la geografìa dos
realidades humanas distintas. Una de ellas, victoriosa "por ahora",
se mira y realiza en la ley de las espadas - la espada de Bolívar que camina
por América Latina - en tanto que la otra apela a la ley ilustrada y de la razón.
Y todo ello, de conjunto, reedita nuestra tragedia histórica, magistralmente
descrita por Antonio Arraíz en su cuento Tío tigre y tío conejo.
El discurso electoral del candidato triunfante se mueve entre el
agravio, la ofensa verbal, los rugidos y la política del terror hacia sus
adversarios. Reivindica al "gendarme necesario", al mito y los símbolos
que este envuelve como metáfora que atenúa la dura realidad. Lo que importa, en
suma, es la patria, la revolución, la independencia, que posterga la falta de
alimentos, de luz, de agua y de seguridad para los más necesitados.
Frente a la violencia y la retórica discursiva, emerge en Venezuela con
nitidez la réplica serena y racional, representada por Capriles, el Vargas del
siglo XXI. Ante el templo reverenciado e intocable del Estado y sus caudillos, toma
cuerpo la democracia de realizaciones, donde cada ciudadano es dueño de su
destino.
En estas elecciones la minoría mayor decidió apostar por la madurez, su crecimiento
en bienestar, bajo los cánones del Estado de Derecho. La mayoría menor ha optado
por continuar bajo la tutela del "padre bueno" y los cuidados de la
abuela, quien le lee cuentos para espantar a los fantasmas.
La última aún es hija de nuestros siglos XIX y XX, preñados por una visión
épica y redentora de la vida. Es amante de la "patria de bandera" y
tutelar, sedentaria como nuestros primeros indígenas. La primera es
protagonista del siglo naciente, que demanda razones y realizaciones y mejor se
casa con "patrias de campanario", donde aniden sueños modestos y
afectos vecinales.
La historia nueva apenas comienza. Por ella esperan los presos políticos.
No
tiene espacios para la desesperanza.
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