Carlos Rangel (1929-1988) fue un destacado periodista e intelectual venezolano y autor de Del buen salvaje al buen revolucionario (1976) y El tercermundismo (1986). Friedrich August von Hayek (1899-1992) fue tal vez el más grande defensor de una sociedad libre en el siglo XX. Siendo economista, erudito del derecho y filósofo, Hayek escribió Camino a la servidumbre (1943), Los fundamentos de la libertad (1959) y Derecho, legislación y libertad (1978). Esta entrevista tuvo lugar en Caracas, Venezuela, el día 17 de mayo de 1981. Fue originalmente publicada en el diario El Universal de Caracas en junio de ese mismo año y ha sido reproducida con la autorización del mismo diario.
Carlos
Rangel: Gran parte de su labor intelectual ha consistido en una comparación
crítica entre el capitalismo y el socialismo, entre el sistema basado en la
propiedad privada y la economía de mercado, y el sistema basado en la
estatización de los medios de producción y la planificación central. Como es
bien sabido, usted ha sostenido que el primero de estos sistemas es
abrumadoramente superior al segundo. ¿En qué basa usted esa posición?
Friedrich
August von Hayek: Yo iría más lejos que la afirmación de una superioridad del
capitalismo sobre el socialismo. Si el sistema socialista llegare a
generalizarse, se descubriera que ya no sería posible dar ni una mínima
subsistencia a la actual población del mundo y mucho menos a una población aun
más numerosa. La productividad que distingue al sistema capitalista se debe a
su capacidad de adaptación a una infinidad de variables impredecibles, y a su
empleo, por vías automáticas, de un enorme volumen de información
extremadamente dispersa entre millones y millones de personas (toda la sociedad),
información que por lo mismo jamás estará a la disposición de planificadores.
En el sistema de economía libre, esa información puede decirse que ingresa de
forma continua a una especie de supercomputadora: el mercado, que allí es
procesada de una manera no sólo abrumadoramente superior, como usted expresó,
sino de una manera realmente incomparable con la torpeza primaria de cualquier
sistema de planificación.
CR: Últimamente se ha puesto de moda entre los
socialistas admitir que la abolición de la propiedad privada y de la economía
de mercado en aquellos países que han adoptado el socialismo, no ha producido
los resultados esperados por la teoría. Pero persisten en sostener que algún
día, en alguna parte, habrá un socialismo exitoso. Exitoso políticamente,
puesto que no sólo no totalitario sino generador de mayores libertades que el
capitalismo; y exitoso económicamente. ¿Qué dice usted de esa hipótesis?
FAvH:
Yo no tengo reprobación moral contra el socialismo. Me he limitado a señalar
que los socialistas están equivocados en su manejo de la realidad. Si se
tratara de contrastar juicios de valor, un punto de vista divergente al de uno
sería por principio respetable. Pero no se puede ser igualmente indulgente con
una equivocación tan obvia y tan costosa. Esa masa de información a la que me
referí antes, y de la cual el sistema de economía de mercado y de democracia
política hace uso en forma automática, ni siquiera existe toda en un momento
determinado, sino que está constantemente siendo enriquecida por la diligencia
de millones de seres humanos motivados por el estímulo de un premio a su
inteligencia y a su esfuerzo. Hace sesenta años Mises demostró definitivamente
que en ausencia de una economía de mercado funcional, no puede haber cálculo
económico. Por allí se dice a su vez que Oskar Lange refutó a Mises, pero mal
puede haberlo hecho ya que nunca ni siquiera lo comprendió. Mises demostró que
el cálculo económico es imposible sin la economía de mercado. ¡Lange sustituye
“contabilidad” por “cálculo”, y enseguida derriba una puerta abierta
demostrando a su vez que la contabilidad, el llevar cuentas, es posible en el
socialismo!
CR:
Un punto de vista muy extendido consiste en creer que es posible mantener las
ventajas de la economía de mercado y a la vez efectuar un grado considerable de
planificación que corrija los defectos del capitalismo.
FAvH:
Esa es una ilusión sin base ni sentido. El mercado emite señales muy sutiles
que los seres humanos detectan bien o mal, según el caso, en un proceso que
nadie podrá jamás comprender enteramente. La idea de que un gobierno pueda
“corregir” el funcionamiento de un mecanismo que nadie domina, es disparatada.
Por otra parte, cuando se admite una vez la bondad del intervencionismo
gubernamental en la economía, se crea una situación inestable, donde la
tendencia a una intervención cada vez mayor y más destructiva será finalmente
incontenible. Claro que no se debe interpretar esto en el sentido que no se
deba reglamentar el uso de la propiedad. Por ejemplo, es deseable y necesario
legislar para que las industrias no impongan a la sociedad el costo que
significa la contaminación ambiental.
CR: En su juventud usted creyó en el socialismo. ¿Cuándo
y por qué cambió usted tan radicalmente?
FAvH:
La idea de que si usamos nuestra inteligencia nosotros podremos organizar la
sociedad mucho mejor, y hasta perfectamente, es muy atractiva para los jóvenes.
Pero tan pronto como inicié mis estudios de economía, comencé a dudar de
semejante utopía. Justamente entonces, hace exactamente casi sesenta años,
Ludwig von Mises publicó en Viena el artículo donde hizo su famosa demostración
de que el cálculo económico es imposible en ausencia del complejísimo sistema
de guías y señales que sólo puede funcionar en una economía de mercado. Ese artículo
me convenció completamente de la insensatez implícita en la ilusión de que una
planificación central pueda mejorar en lo más mínimo la sociedad humana. Debo
decir que a pesar del poder de convicción de ese artículo de Mises, luego me di
cuenta de que sus argumentos eran ellos mismos demasiado racionalistas. Desde
entonces he dedicado mucho esfuerzo a plantear la misma tesis de una manera un
tanto diferente. Mises nos dice: Los hombres deben tener la inteligencia para
racionalmente escoger la economía de mercado y rechazar el socialismo. Pero
desde luego no fue ningún raciocinio humano lo que creó la economía de mercado,
sino un proceso evolutivo. Y puesto que el hombre no hizo el mercado, no lo
puede desentrañar jamás completamente o ni siquiera aproximadamente. Reitero
que es un mecanismo al cual todos contribuimos, pero que nadie domina. Mises
combinó su creencia en la libertad con el utilitarismo, y sostuvo que se puede
y se debe, mediante la inteligencia, demostrar que el sistema de mercado es
preferible al socialismo, tanto política como económicamente. Por mi parte creo
que lo que está a nuestro alcance es reconocer empíricamente cuál sistema ha
sido en la práctica beneficioso para la sociedad humana, y cuál ha sido en la
práctica perverso y destructivo.
CR: ¿Por qué usted, un economista, escribió un libro
político como El camino hacia la servidumbre (The Road to Serfdom, 1943) una de
cuyas consecuencias no podía dejar de ser una controversia perjudicial a sus
trabajos sobre economía?
FAvH:
Yo había emigrado a Inglaterra varios años antes; y aún antes de que
sobreviniera la segunda guerra, me consternaba que mis amigos ingleses
“progresistas” estuvieran todos convencidos de que el nazismo era una reacción
antisocialista. Yo sabía, por mi experiencia directa del desarrollo del
nazismo, que Hitler era él mismo socialista. El asunto me angustió tanto que
comencé a dirigir memoranda internos a mis colegas en la London School of
Economics para tratar de convencerlos de su equivocación. Esto produjo entre nosotros
conversaciones y discusiones de las cuales finalmente surgió el libro. Fue un
esfuerzo por persuadir a mis amigos ingleses de que estaban interpretando la
política europea en una forma trágicamente desorientada. El libro cumplió su
cometido. Suscitó una gran controversia y hasta los socialistas ingleses
llegaron a admitir que había riesgos de autoritarismo y de totalitarismo en un
sistema de planificación central. Paradójicamente donde el libro fue recibido
con mayor hostilidad fue en el supuesto bastión del capitalismo: los Estados
Unidos. Allí había en ese entonces una especie de inocencia en relación a las
consecuencias del socialismo, y una gran influencia socialista en las políticas
del “Nuevo Trato” roosveltiano. A todos los intelectuales estadounidenses, casi
sin excepción, el libro apareció como una agresión a sus ideales y a su
entusiasmo.
CR: En Los fundamentos de la libertad, que es de 1959,
usted afirma lo siguiente de manera terminante: “En Occidente, el socialismo
está muerto”. ¿No incurrió usted en un evidente exceso de optimismo?
FAvH:
Yo quise decir que está muerto en tanto que poder intelectual; vale decir, el
socialismo según su formulación clásica: la nacionalización de los medios de
producción, distribución e intercambio. El ánimo socialista, ya mucho antes de
1959 había, en Occidente, buscado otras vías de acción a través del llamado
“Estado Bienestar” (Welfare State) cuya esencia es lograr las metas del
socialismo, no mediante nacionalizaciones, sino por impuestos a la renta y al
capital que transfieran al Estado una porción cada vez mayor del PTB (Producto
Total Bruto), con todas las consecuencias que eso acarrea.
CR: Sin embargo, François Miterrand acaba de ser electo
presidente de Francia habiendo ofrecido un programa socialista bastante
clásico, en cuanto que basado en extensas nacionalizaciones…
FAvH:
Pues va a meterse en líos terribles.
CR: Pero eso no refuta el hecho de que su oferta electoral
fue socialista, y fue aceptada por un país tan centralmente occidental como
Francia, bastante después de que usted extendiera la partida de defunción del
socialismo en Occidente.
FAvH:
Usted tiene toda la razón. Me arrincona usted y me obliga a responderle que
nunca he podido comprender el comportamiento político de los franceses…
CR: Permítame ser abogado del diablo. Se puede argumentar
con mucha fuerza que no sólo no está muerto el socialismo en Occidente, sino
que tal como lo sostuvo Marx, es el capitalismo el sistema que se ha estado
muriendo y que se va a morir sin remedio. Es un hecho que muy poca gente, aún
en los países de economía de mercado admirable y floreciente, parecen darse
cuenta de que el bienestar y la libertad que disfrutan tiene algo que ver con
el sistema capitalista, y a la vez tienden a atribuir todo cuanto identifican
como reprobable en sus sociedades, precisamente al capitalismo.
FAvH:
Eso es cierto, y es una situación peligrosa. Pero no es tan cierto hoy como lo
fue ayer. Hace cuarenta años la situación era infinitamente peor. Todos
aquellos a quienes he llamado “diseminadores de ideas de segunda mano”:
maestros, periodistas, etc., habían sido desde mucho antes conquistados por el
socialismo y estaban todos dedicados a inculcar la ideología socialista a los
jóvenes y en general a toda la sociedad, como un catecismo. Parecía ineluctable
que en otros veinte años el socialismo abrumaría sin remedio al liberalismo.
Pero vea usted que eso no sucedió. Al contrario, quienes por haber vivido largo
tiempo podemos comparar, constatamos que mientras los dirigentes políticos
siguen empeñados por inercia en proponer alguna forma de socialismo, de asfixia
o de abolición de la economía de mercado, los intelectuales de las nuevas
generaciones están cuestionando cada vez más vigorosamente el proyecto
socialista en todas sus formas. Si esta evolución persiste, como es dable
esperar, llegaremos al punto en que los diseminadores de ideas de segunda mano
a su vez se conviertan en vehículos del cuestionamiento del socialismo. Es un
hecho recurrente en la historia que se produzca un descalco entre la práctica
política y la tendencia próxima futura de la opinión pública, en la medida en
que ésta está destinada a seguir por el camino que están desbrozando los
intelectuales, que será enseguida tomado por los subintelectuales (los
diseminadores de ideas de segunda mano) y finalmente por la mayoría de la
sociedad. Es así como puede ocurrir lo que hemos visto en Francia: que haya
todavía una mayoría electoral para una ideología —el socialismo— que lleva la
muerte histórica inscrita en la frente.
CR:
Según el marxismo la autodestrucción de la sociedad capitalista ocurrirá
inexorablemente por una de dos vías, o por sus efectos combinados y
complementados: (1) La asfixia de las nuevas, inmensas fuerzas productivas
suscitadas por el capitalismo, por la tendencia a la concentración del capital
y a la disminución de los beneficios. (2) La rebelión de los trabajadores,
desesperados por su inevitable pauperización hasta el mínimo nivel de
subsistencia. Ni una cosa ni la otra han sucedido. En cambio se suele pasar por
alto una tercera crítica de Marx a la sociedad liberal, terriblemente ajustada
a lo que sí ha venido sucediendo: “La burguesía (leemos en el Manifiesto comunista)
no puede existir sin revolucionar constantemente los instrumentos de producción
y con ello las relaciones sociales. En contraste, la primera condición de
existencia de las anteriores clases dominantes fue la conservación de los
viejos modos de producción. Lo que distingue la época burguesa de todas las
anteriores, es esa constante revolución de la producción, esa perturbación de
todas las condiciones sociales, esa inseguridad y agitación eternas. Todas las
relaciones fijas, congeladas, son barridas junto con su secuela de opiniones y
prejuicios antiguos y venerables. Todas las opiniones que se forman nuevas, a
su vez se hacen anticuadas antes de que puedan consolidarse. Todo cuanto es
sólido se disuelve en el aire. Todo lo sagrado es profanado. Y así el hombre se
encuentra por fin obligado a enfrentar, con sus sentidos deslastrados, sus
verdaderas condiciones de vida, y sus verdaderas relaciones con sus
semejantes”. ¿No corresponde en efecto esa descripción a lo que sucede en la
sociedad capitalista? ¿Y no es eso suficiente para explicar el desapego de
tanta gente a las ventajas de esa sociedad sobre su alternativa socialista?
FAvH:
En cierto sentido sí. Lo que usted llama ventajas del sistema capitalista, han
sido posibles, allí donde la economía de mercado ha dado sus pruebas, mediante
la domesticación de ciertas tendencias o instintos de los seres humanos,
adquiridos durante millones de años de evolución biológica y adecuados a un
estadio cuando nuestros antepasados no tenían personalidad individual. Fue
mediante la adquisición cultural de nuevas reglas de conducta que el hombre
pudo hacer la transición desde la microsociedad primitiva a la microsociedad
civilizada. En aquella los hombres producían para sí mismos y para su entorno
inmediato. En esta producimos no sabemos para quién, y cambiamos nuestro
trabajo por bienes y servicios producidos igualmente por desconocidos. De ese
modo la productividad de cada cual y por ende la del conjunto de la sociedad ha
podido llegar a los niveles asombrosos que están a la vista. Ahora bien, la
civilización para funcionar y para evolucionar hasta el estadio de una economía
de mercado digna de ese nombre requiere, como antes dije, remoldear al hombre
primitivo que fuimos, mediante sistemas legales y sobre todo a través del
desarrollo de cánones éticos culturalmente inculcados, sin los cuales las leyes
serían por lo demás inoperantes. Es importante señalar que hasta la revolución
industrial esto no produjo esa incomprensión, hoy tan generalizada, sobre las
ventajas de la economía de mercado; un gran paradoja, en vista que ha sido
desde entonces cuando este sistema ha dado sus mejores frutos en forma de
bienes y servicios, pero también de libertad política, allí donde ha
prevalecido. La explicación es que hasta el siglo XVIII las unidades de
producción eran pequeñas. Desde la infancia todo el mundo se familiarizaba con
la manera de funcionar de la economía, palpaba eso que llamamos el mercado. Fue
a partir de entonces que se desarrollaron las grandes unidades de producción,
en las cuales (y en esto Marx vio justo) los hombres se desvinculan de una
comprensión directa de los mecanismos y por lo tanto de la ética de la economía
de mercado. Esto tal vez no hubiera sido decisivo sino hubiera coincidido con
ciertos desarrollos de las ideas que no fueron por cierto causados por la
revolución industrial, sino que en su origen la anteceden. Me refiero al
racionalismo de Descartes: el postulado de que no debe creerse en nada que no
pueda ser demostrado mediante un razonamiento lógico. Esto, que en un principio
se refería al conocimiento científico, fue enseguida trasladado a los terrenos
de la ética y de la política. Los filósofos comenzaron a predicar que la
humanidad no tenía por qué continuar ateniéndose a normas éticas cuyo fundamento
racional no pudiese ser demostrado. Hoy, después de dos siglos, estamos dando
la pelea —la he dado yo toda mi vida— por demostrar que hay fortísimas razones
para pensar que la propiedad privada, la competencia, el comercio (en una
palabra, la economía de mercado) son los fundamentos de la civilización y desde
luego de la evolución de la sociedad humana hacia la tolerancia, la libertad y
el fin de la pobreza. Pero cuando la ética de la economía de mercado fue de
pronto cuestionada en el siglo XVIII por Rousseau y luego, con la fuerza que
sabemos, por Marx, parecía no haber defensa posible ni manera de objetar la
proposición de que era posible crear una “nueva moral” y un “hombre nuevo”,
conformes ambos, por lo demás, a la “verdadera” naturaleza humana, supuestamente
corrompida por la civilización y más que nunca contradicha por el capitalismo
industrial y financiero. Debo decir que para quien persista en estar persuadido
por la ilusión rousseaunania-marxista de que está en nuestro poder regresar a
nuestra “verdadera” naturaleza con tal de abolir la economía de mercado, la
argumentación socialista resultará irresistible. Por fortuna ocurre que va
ganando terreno la convicción contraria, por la constatación de que
prácticamente todo cuanto estimamos en política y en economía deriva
directamente de la economía de mercado, con su capacidad de sortear los
problemas y de hallar soluciones (en una forma que no puede ser sustituida por
ningún otro sistema) mediante la adaptación de un inmenso número de decisiones individuales
a estímulos que no son ni pueden ser objeto de conocimiento y mucho menos de
catalogación y coordinación por planificadores. Nos encontramos, pues, en la
posición siguiente (y espero que esto responda a su pregunta): (1) La
civilización capitalista, con todas sus ventajas, pudo desarrollarse porque
existía para ella el piso de un sistema ético y de un conjunto orgánico de
creencias que nadie había construido racionalmente y que nadie cuestionaba. (2)
El asalto racionalista contra ese fundamento de costumbres, creencias y
comportamientos, en coincidencia con la desvinculación de la mayoría de los
seres humanos de aquella vivencia de la economía de mercado que era común en la
sociedad preindustrial, debilitó casi fatalmente a la civilización capitalista,
creando una situación en la cual sólo sus defectos eran percibidos, y no sus
beneficios. (3) Puesto que el socialismo ya no es una utopía, sino que ha sido
ensayado y están a la vista sus resultados, es ahora posible y necesario
intentar rehabilitar la civilización capitalista. No es seguro que este intento
sea exitoso. Tal vez no lo será. De lo que si estoy seguro es de que en caso
contrario (es decir, si el socialismo continúa extendiéndose) la actual inmensa
y creciente población del mundo no podrá mantenerse, puesto que sólo la
productividad y la creatividad de la economía de mercado han hecho posible esto
que llaman la “explosión demográfica”. Si el socialismo termina por prevalecer,
nueve décimos de la población del mundo perecerán de hambre, literalmente.
CR: Algunos de los más eminentes y profundos pensadores
liberales, como Popper y Schumpeter, han expresado el temor de que la sociedad
liberal, no obstante ser incomparablemente superior al socialismo, sea precaria
y tal vez no sólo no esté destinada a extenderse al mundo entero —como se pensó
hace un siglo— sino que termine por autodestruirse, aún allí donde ha
florecido. Karl Popper señala que el proyecto socialista responde a la
nostalgia que todos llevamos dentro, por la sociedad tribal, donde no existía
el individuo. Schumpeter sostuvo que la civilización capitalista, por lo mismo
que es consustancial con el racionalismo, el libre examen, la crítica constante
de todas las cosas, permite, pero además propicia, estimula y hasta premia el
asalto ideológico contra sus fundamentos, con el resultado de que finalmente
hasta los empresarios dejan de creer en la economía de mercado.
FAvH:
En efecto, Joseph Schumpeter fue el primer gran pensador liberal en llegar a la
conclusión desoladora de que el desapego por la civilización capitalista, que
ella misma crea, terminará por conducir a su extinción y que, en el mejor de
los casos, un socialismo de burócratas administradores está inscrito en la
evolución de las ideas. Pero no olvidemos que Schumpeter escribió estas cosas
(en Capitalismo, socialismo y democracia) hace más de cuarenta años. Ya he
dicho que en el clima intelectual de aquel momento, el socialismo parecía
irresistible y con ellos la segura destrucción de las bases mínimas de la
existencia de la mayoría de la población del mundo. Esto último no lo percibió
Schumpeter. Era un liberal, como usted ha dicho, y además un gran economista,
pero compartía la ilusión de muchos en nuestra profesión de que la ciencia
económica matemática hace posible una planificación tolerablemente eficiente.
De modo que, a pesar de estar él mismo persuadido de que la economía de mercado
es preferible, suponía soportable la pérdida de eficiencia y de productividad
inevitable al ser la economía de mercado donde quiera sustituida por la
planificación. Es decir, que no se dio cuenta Schumpeter hasta qué punto la
supervivencia de la economía de mercado, por lo menos allí donde existe, es una
cuestión de vida o muerte para el mundo entero.
CR: Eso puede ser cierto, y de serlo debería inducir a
cada hombre pensante a resistir el avance del socialismo. Pero lo que vemos (y
de nuevo me refiero a Schumpeter) es que los intelectuales de Occidente, con
excepciones, han dejado de creer que la libertad sea el valor supremo y además
la condición óptima de la sociedad. Ni siquiera el ejemplo de lo que
invariablemente le sucede a los intelectuales en los países socialistas, los
desanima de seguir propugnando el socialismo para sus propios países y para
para el mundo.
FAvH:
Para el momento cuando Schumpeter hizo su análisis y descripción del
comportamiento de los intelectuales en la civilización capitalista, yo estaba
tan desesperado y era tan pesimista como él. Pero ya no es cierto que sean
pocas las excepciones. Cuando yo era muy joven, sólo algunos ancianos (entre
los intelectuales) creían en las virtudes y en las ventajas de la economía
libre. En mi madurez, éramos un pequeño grupo, se nos consideraba excéntricos,
casi dementes y se nos silenciaba.
Pero
hoy, cuarenta años más tarde, nuestras ideas son conocidas, son escuchadas,
están siendo debatidas y consideradas cada vez más persuasivas. En los países
periféricos los intelectuales que han comprendido la infinita capacidad
destructiva del socialismo todavía son pocos y están aislados. Pero en los
países que originaron la ideología socialista —Gran Bretaña, Francia, Alemania—
hay un vigoroso movimiento intelectual a favor de la economía de mercado como
sustento indispensable de los valores supremos del ser humano. Los
protagonistas de este renacimiento del pensamiento liberal son hombres jóvenes,
y a su vez tienen discípulos receptivos y atentos en sus cátedras
universitarias. Debo admitir, sin embargo, que esto ha sucedido cuando el
terreno perdido había sido tanto, que el resultado final permanece en duda. Por
inercia, los dirigentes políticos en casi todos los casos siguen pensando en
términos de la conveniencia, o en todo caso de la inevitabilidad de alguna
forma de socialismo y, aún liberales, suponen políticamente no factible desembarazar
a sus sociedades de todos los lastres, impedimentos, distorsiones y
aberraciones que se han ido acumulando, incorporados a la legislación, pero
también a las costumbres de la administración pública, por la influencia de la
ideología socialista. Es decir, que el movimiento político persiste en ir en la
dirección equivocada; pero ya no el movimiento intelectual. Esto lo digo con
conocimiento de causa. Durante años, tras la publicación de El camino de la
servidumbre, me sucedía que al dar una conferencia en alguna parte, frente a
públicos académicos hostiles, con un fuerte componente de economistas
persuadidos de la omnipotencia de nuestra profesión y en la consiguiente
superioridad de la planificación sobre la economía de mercado, luego se me
acercaba alguien y me decía: quiero que sepa que yo por lo menos estoy de
acuerdo con usted. Eso me dio la idea de fundar la Sociedad Mont Pelerin, para
que estos hombres aislados y a la defensiva tuvieran un nexo, conocieran que no
estaban solos y pudieran periódicamente encontrarse, discutir, intercambiar
ideas, diseñar planes de acción. Pues bien, treinta años más tarde parecía que
la Sociedad Mont Pelerin ya no era necesaria, tal era la fuerza, el número, la
influencia intelectual en las universidades y en los medios de comunicación de
los llamados neoliberales. Pero decidimos mantenerla en actividad porque nos
dimos cuenta de que la situación en que habíamos estado años antes en Europa,
en los Estados Unidos y en el Japón, es la situación en la cual se encuentran hoy
quienes defienden la economía de mercado en los países en desarrollo y más bien
con mucha desventaja para ellos, puesto que se enfrentan al argumento de que el
capitalismo ha impedido o frenado el desarrollo económico, político y social de
sus países, cuando lo cierto es que nunca ha sido verdaderamente ensayado.
CR: Una de las maneras más eficaces que han empleado los
ideólogos socialistas para desacreditar el pensamiento liberal, es calificarlo
de “conservador”. De tal manera que, casi todo el mundo está convencido, de
buena fe, de que usted es un conservador, un defensor a ultranza del orden
existente, un enemigo de toda innovación y de todo progreso.
FAvH:
Estoy tan consciente de eso que dediqué todo el último capítulo de mi libro Los
fundamentos de la libertad precisamente a refutar esa falacia. En ese capítulo
cito a uno de los más grandes pensadores liberales, Lord Acton, quien escribió:
“Reducido fue siempre el número de los auténticos amantes de la libertad. Por
eso, para triunfar, frecuentemente debieron aliarse con gente que perseguían
objetivos bien distintos a los que ellos propugnaban. Tales asociaciones,
siempre peligrosas, a veces han resultado fatales para la causa de la libertad,
pues brindaron a sus enemigos argumentos abrumadores”. Así es: los verdaderos
conservadores merecen el descrédito en que se encuentran, puesto que su
característica esencial es que aman la autoridad y temen y resisten el cambio.
Los liberales amamos la libertad y sabemos que implica cambios constantes, a la
vez que confiamos en que los cambios que ocurran mediante el ejercicio de la
libertad serán los que más convengan o los que menos daño hagan a la sociedad.
http://www.elcato.org/capitalismo-y-socialismo-entrevista-friedrich-august-von-hayek
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