Para Weber, la política alemana del segundo decenio del siglo XX se había convertido en una actividad que se encontraba degradada con respecto a sus propios ideales. No sin desilusión habla Weber de la falta de poder del parlamento (y para Weber, el poder es la esencia de lo político). Las razones no las encuentra en la ausencia de buenas leyes sino en la ausencia de cualidades conductoras en los profesionales políticos. En ese punto hay una buena sintonía entre Weber y Schmitt pues, para este último, ninguna política, como ninguna institución, sistema o estructura podía ser mejor que las personas que las representan.
La despersonalización del parlamento que constató Weber era un fenómeno consustancial a la despersonalización de una vida política, cuyos actores, al rehuir la polémica, la deliberación y el antagonismo se convierten en seres anodinos, simples empleados públicos que realizan su oficio sin brillo, sin energía ni despliegue personal. La política desantagonizada por una democracia liberal que teme a la polémica como un santo al demonio no pasa de ser una actividad superficial, y sus funcionarios se reducen, la mayoría de las veces, a simular antagonismos que no sienten o a tramitar meros expedientes administrativos; en fin, a hacer una política aburrida.
Efectivamente: en determinados momentos, en particular en los de crisis social o política, no hay nada más aburrido que la política y los políticos. Estos últimos, al no defender con pasión y convicción sus posiciones y las de las personas que representan, imposibilitan uno de los objetivos fundamentales del hacer político: constituir foros públicos, en donde son transferidos los deseos, los objetivos, los intereses y, no por último, las pasiones de los representados.
La política, no hay que olvidarlo, vive de la representación y del espectáculo. El ciudadano paga con sus impuestos a los políticos para que representen con tensa intensidad sus opiniones y quiere ver un buen espectáculo al igual que cuando paga su entrada en el teatro. Es que el político debe ser, por lo menos en parte, un actor. Y un mal político como un mal actor no llega, con sus frases, al público. Algunos abandonan en silencio el teatro; otros se quedan ahí, hasta el último bostezo. No faltan, por supuesto, los defraudados que arrojarán tomates y huevos a los actores.
En la política como en el teatro, esas acciones se llaman protestas. Y no siempre las protestas son revolucionarias; es decir, no exigen el fin de la política sino, simplemente, un cambio de política que pasa, casi en general, por un cambio de políticos. Muchas revoluciones podrían haber sido evitadas si la política hubiese recuperado a tiempo su sentido dramatúrgico original; aquel que le dio sentido y vida, justamente para que no hubiera guerras ni revoluciones.
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