La mayoría de las naciones y estados actuales no poseen hoy sistemas sociopolíticos claramente definidos en base al tradicional esquema de izquierdas y derechas del siglo XX, ya agotado, inane y fracasado para los supuestos fines que aquellas declamaran y persiguieran por entonces, sino que expresan sincretismos ideológicos y políticos diversos a través de un nuevo populismo, tal como se observa crecientemente no sólo en América latina sino en casi todos los continentes.
Aquellos viejos esquemas constituían expresiones del
pensamiento colectivista cuyas raíces pueden hallarse ya en la Antigüedad,
antes y después de Cristo, hasta llegar a la Modernidad y especialmente al
racionalismo dieciochesco en el cual abrevarían, a favor o en contra, todas las
vertientes ideológico-políticas que hemos conocido a partir de entonces.
Más allá de la historia de las ideas todo colectivismo social
real expresa tácita y explícitamente la asociación de lo humano y lo material
mediante magnitudes crecientes y dinámicas, por lo cual los procesos históricos
de este carácter nunca están acabados sino en tránsito a configuraciones
sociopolíticas mayores o de magnitudes superiores que los habrán de contener.
Desde el inicio de la civilización agraria todos los procesos
históricos representaron procesos de expansión constante de las estructuras
sociales.
El espacio es, pues, el correlato imprescindible del
colectivismo, entendido más allá de los derechos humanos individuales y
colectivos. El espacio personal, el espacio colectivo, el espacio geográfico y
el cultural constituyen configuraciones variables pero omnipresentes en los
fenómenos y concepciones colectivistas.
Si bien los debates suscitados en la filosofía, la política
y la economía han sido numerosos no existe una respuesta unívoca a los
problemas que suponen tanto el colectivismo como el individualismo.
Es evidente que la soberanía se encarna primeramente en
el individuo, o sea en un espacio personal menor que se correlaciona con otros
espacios similares a proporción de las circunstancias individuales, familiares,
tribales, etc. Y de allí surgen luego colectivos y espacios de mayor amplitud
que van conteniendo a los anteriores en desmedro creciente de la soberanía
individual, la cual es transferida de hecho y de derecho a individuos
particulares que actúan en nombre del colectivo.
Con todo, llega un momento en que la representación
soberana de los colectivos se desprende de los individuos que la componen, o
sea de los que la delegan.
A partir de ese momento la soberanía del colectivo es
representada mediante un artificio
simbólico.
Ergo, la supuesta soberanía del colectivo se connota
jerárquicamente respecto a la del individuo; es decir, el poder colectivo se impone
de hecho y de derecho sobre el individuo, sobre cada individuo, en función de
su magnitud superior… atendiendo al número, a la cantidad de individuos que lo
integran.
Vale esta última aclaración porque existe una magnitud
cuya atribución al colectivo como ínsitamente natural es muy discutible. Me
refiero a la superioridad moral, la que únicamente se puede encarnar realmente
en individuos históricos, es decir, sujetos a la evolución y al progreso
histórico y por tanto autónomos, es decir, personas, y jamás robots
domesticados.
Toda supuesta alma colectiva es simplemente una metáfora
literaria o religiosa para designar un inexistente sujeto colectivo moral.
De modo que mientras lo individual permanece acotado a la
unidad, al hombre individual, fuera del cual no existe lógicamente unidad, lo
colectivo varía solamente en cuanto a que de una cantidad determinada de
componentes individuales se desprende (metafóricamente) un poder o soberanía
individual cuya agregación en los representantes del colectivo les confiere una
fuerza o poder práctico que individualmente no poseen.
Esa suerte de hipóstasis (ámbito de creencias) entre lo
individual y lo colectivo no es un fenómeno, o sea algo que realmente se
produce de hecho, sino una ficción creada mediante dispositivos formales
inventados para apropiarse y disponer de aquel poder supuestamente presente en
lo colectivo. Tal es, entre otros, una doctrina social, un mecanismo de
selección de representantes, un criterio de garantía de la misma (por ejemplo,
el principio de la mayoría y el supuesto de su supremacía moral).
Lo cierto es que la supuesta encarnación de una
conciencia o de un alma en un colectivo humano, con lo que ello significa a
tenor de los términos utilizados, es una falacia desde todo punto de vista pues
los colectivos de los que estamos hablando, o sea los del sistema político
actual, constituyen una apropiación más
que una transferencia de poderes. Poderes pequeños pero genuinos originados en
la autonomía de la persona (sólo el individuo puede serlo) a una o varias
personas en relación con la función que ejercen por delegación.
Y la administración de esas magnitudes agregadas de poder
(el poder es uno solo pero puede ser analizado desde ópticas varias) la ejerce
de hecho –y de derecho- otro individuo, es decir, otra subjetividad, bajo la
ficción de que lo hace a nombre de la totalidad de individuos, aquellos que
suelen ser llamados “el Pueblo”.
En los hechos, los colectivos políticos estatales no
reservan por lo general garantías ni mecanismos de revisión ni de retroversión reales
de la soberanía delegada por los individuos, salvo nuevas metáforas como por
ejemplo la supuesta por los organismos de control a nombre del Pueblo.
Entendiendo aquí este término, con su grafía de nombre y sustantivo propio,
como la suma de los individuos más su supuesta alma o conciencia totalizadora.
Ocurre que la relación individuo-colectivo expresa una
contradicción real que históricamente se resuelve mediante la concentración y
acaparamiento crecientes y constantes del poder colectivo por ciertos
individuos.
Ello es así inexorablemente, so riesgo de desaparición
del poder mismo y de sus frutos y realizaciones para beneficio de todos, o de ciertas
parcialidades hasta incluir los propios individuos.
Ello revela que el poder no admite divisiones, salvo las
meramente prácticas que no ponen en peligro su ejercicio por los detentadores
monopólicos o con aspiraciones a serlo.
De modo que la concentración del poder puede ser
analizada como una ventaja desde un determinado punto de vista, por ejemplo
atendiendo a la eficiencia y la eficacia o efectividad de su ejercicio, tal
como lo demuestran las crecientes escalas del poder desde los tiempos de la Segunda Revolución
Industrial.
No obstante, toda contradicción resuelta de determinada
manera engendra otras contradicciones derivadas de esa particular forma de
resolución. Así, la escala o magnitud de la concentración del poder de que se
trate puede llegar a constituir un aparato muy pesado y con poca flexibilidad
para experimentar correcciones y adaptaciones en la realidad. Es lo que
alguna vez se advirtió que sucedería con las cajas de jubilación privadas
difundidas en la década de 1990, en la medida que su crecimiento se produjera
con la velocidad y la capacidad de acumulación que por entonces se preveía.
De hecho, todos los problemas expresan contradicciones y
éstas se resuelven mediante mecanismos correctivos que introducen variables de
ajustes, o bien no se resuelven inmediatamente sino mediante procesos más o
menos disruptivos a través de las llamadas crisis,
es decir, produciendo situaciones de ruptura en las que los mecanismos
precedentes ya no permiten dar respuestas eficaces a los mismos problemas.
Lo que llevamos dicho nos pone en la situación de admitir
la existencia de fenómenos de competencia constante entre poderes múltiples
atenidos a las condiciones de sus respectivos espacios geográficos,
nacionalidades, confesiones religiosas o campos productivos.
Teniendo en cuenta el progreso sostenido experimentado
por el género humano, es decir, por la inteligencia humana sobre las
condiciones materiales y naturales de su existencia bien podemos reconocer sin
problemas que el sistema colectivo mundial es simultáneamente competitivo entre
sus partes, a la vez que éstas son interdependientes. Y que esta
interdependencia ha sido así aun en los tiempos de los enfrentamientos de los
bloques capitalista y socialista del siglo XX. Y que probablemente continúe
siéndolo, por lo menos hasta cierto grado.
En consecuencia, todo ordenamiento entre las partes, en
tiempo y espacio, expresa no situaciones estáticas sino enfoques de un proceso
indetenible de lucha. Lucha que bajo ciertas condiciones conducirá algún día a
un estado de concentración absoluta de todo el poder no ya en pocas manos y
cabezas sino en una sola.
En ese momento, las doctrinas y las teorías políticas,
junto con los dogmas políticos, ideológicos y religiosos habrán cambiado tantas
veces como haya sido necesario para justificar el último ordenamiento mundial.
Pero, como ya hemos dicho, un sistema de tales
características habrá de tornarse, más tarde o más temprano, en un sistema con
problemas. Si -como es de suponer- el espacio geográfico que éste implique ha
de abarcar probablemente todo el planeta Tierra, y el espacio cultural ha de
expresar un nuevo sincretismo cultural, en el sentido lato del término cultura,
no quedarán ya nuevas variables de ajuste disponibles, a menos que éstas se
busquen fuera del planeta, o que si esto no es posible las que se empleen lo hagan
a costa de ciertas conquistas de la civilización respecto de la condición
humana.
Este último camino no habrá de ser, seguramente, una
alternativa ante una nueva expansión para entonces interplanetaria, sino un
rasgo predominante de la civilización, al punto de poder llamar con este
término a un estado habitual cada vez más regresivo de la condición humana.
Habría que ver, entonces, cómo la razón explicará,
llegado el caso, la parábola recorrida por la humanidad desde la hominización
que hoy conocemos, y qué se ha de entender en esos momentos por condición
humana.
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