Durante los tiempos finales del optimismo de la Modernidad el mundo
continuaba siendo posible como objeto de conocimiento, y por ende de
transformación, sin importar que simultáneamente existieran tendencias
impugnadoras.
Cincuenta años atrás la ciencia era la sala de una biblioteca y la
historia la llave para entrar. De ahí que las enciclopedias y el enciclopedismo
tuvieran sentido. Y de ahí que se leyera más que ahora, que se tuviera fe en lo
leído y que se guardaran con orgullo y amor los libros, cual joyas valiosas que
se transmitirían por herencia, en el futuro…
¿Y la filosofía…? ¡Aaaah, la filosofía es
otra cosa…!
Nada
es eterno. Acaso tampoco esta afirmación. Y no sólo desde los mandatos de la
razón sino también desde el psiquismo y las emociones, pues lo que la
conciencia conserva el olvido lo destruye. Y si a eso se agregan las ficciones
provocadas por los errores y los espejismos del conocimiento tendremos el no
ser del ser: aquello que no es en acto ni puede serlo en potencia.
Nada
es igual a si mismo ya, y ni siquiera un segundo después. No sólo para las
conciencias de quienes estén pensando o percibiendo ese algo, pues éstas mismas
tampoco son ya las mismas, sino porque el vestuario, las formas, tampoco
permanece igual. De allí que permanentemente las palabras “encojan” de tamaño y
no alcancen a cubrir alguna parte del cuerpo
que cubrieron o que tan solo intentaron cubrir, o que por el contrario se
“estiren” y resulten demasiado laxas e imprecisas para cubrir, contener,
sostener y vestir un cuerpo o alguna de sus partes.
Es
por eso que la representación de las cosas mediante las palabras y sus combinaciones
siempre resulta una tentativa insatisfecha en su totalidad, pues además de sus
limitaciones descriptivas operan definiendo, delimitando, dividiendo,
precisando, fijando, estableciendo, condicionando, autorizando, imperando,
entre otros gerundios constrictivos de sus respectivos significados. Incluso comportándose en forma
totalmente opuesta.
Todo está en movimiento, pero sin dirección uniforme, de modo que todo
va o viene, se acerca o se aleja. Y lo está para el hombre y la aventura de su
existencia en este ambiente humano que nada tiene que ver con la caja de
cristal de Dios… su cajita preciosa, digo, ni tampoco con la supuesta de un
dios-hombre-máquina.
El
hombre no está seguro jamás, pero puede construir seguridad y raíces aunque no
sea para siempre ni para todos. Mas si lograra esto último, es decir, si
incorporara a la humanidad toda en un mismo y compartido status, no podría
detener el cambio, pues esa humanidad y cada hombre en particular ya no serían
los mismos en su esencia. Tal vez ese estado tan anhelado como superación de
conflictos particulares fuera un nuevo mal para el hombre, porque fuera menos
hombre, menos plenamente humano, ya que él se revela creativa y
sorprendentemente en su plenitud en el desafío de las encrucijadas y los
conflictos, en las búsquedas en suma, más que en los hallazgos, en los logros eventuales, y los puntos de
llegada.
El
hombre es más azar que destino. Más contingencia que norma. Un fuerte viento
puede hacerlo volar hoy, mañana tal vez no. O tal vez sí, pero nada lo puede
asegurar como definitivo y universal ni como poseedor de una brújula que
funciona correctamente.
Esa
brújula intenta ser la cultura, pero a menudo sus agujas fallan en sus
indicaciones de rumbo. Si la aventura humana es -entre tantas otras cosas que
es en este momento- la historia de las escalas desde el individuo hasta los
colectivos más amplios, el universalismo de los auténticos cristianos y de los
anarquistas es un deseo, una apuesta, una lucha contra la nada, un sueño de
absoluto, un reclamo de amor, una lucha contra la muerte y la nada puesto que
no hay trascendencia sin una mirada humana que la perciba.
Lo
dicho hasta aquí pone en duda los fueros históricos de la verdad. La verdad a
secas es como una dama bella y casquivana que se insinúa a quien la persigue
haciéndole creer que podrá hacerse con ella para quitarle uno a uno todos sus
velos y así dejarla crudamente al desnudo; sin embargo, ella nunca se entrega
del todo, de modo que aunque alguien pueda poseerla ocasionalmente, nunca será
del todo suya, nunca lo será completamente, nunca nadie será su propietario, y
ni siquiera un mero poseedor con plazo establecido.
De
modo que no conviene confiar de entrada en ella puesto que cuando se presentó
como la verdad no lo juró, ni confesó sus secretos; pero de haberlo hecho
también podría haber mentido. Por lo tanto, cuando inexorablemente el Don Juan
de todas las verdades que es el hombre
genérico llega a sentirse traicionado por ellas en realidad se equivoca. En ese
caso lo correcto es pensar que el ingenuo ha sido él mismo doblemente: primero
al creer en sus mohines engañosos, y luego al descreer de éstos, al sentir que
no le atraen como antes, o bien al sentirse como un idiota frente a quienes antes
lo han visto defender su honor con inmerecido entusiasmo.
Por
eso es que la verdad no existe, la
inventamos y reinventamos millones de veces, y seguimos haciéndolo
constantemente de un modo singular, siguiendo nuestras inclinaciones, mezclando
fórmulas conocidas con ingredientes novedosos que tomamos de otros, más algunos
que creemos de nuestro propio coleto, y
así, pasado un tiempo, de vuelta a empezar. Creer y descreer y empezar
de nuevo, ése es el camino.
Y a
cada resultado lo vamos sedimentando en infinitas versiones de provisorias
certezas, apilables en los estantes de las dos bibliotecas: la de las
sabidurías humanas y la de nuestra conciencia, hasta que llega un momento, un
presente, un instante, en el cual repasamos mentalmente tantos saberes
formateados y decidimos que a ambas les vendría bien un expurgo, y a la sala –por qué no- una mano de pintura
como sugiere Serrat.
carlos@schulmaister.com
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