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domingo, 18 de diciembre de 2011

RAFAEL GROOSCORS CABALLERO EL EMPERADOR Y SU FEUDO

            No vamos a transportarnos, de regreso, a la edad media, ni siquiera  a la colonia. Probablemente comenzaremos nuestro relato ubicándolo en los alborozados días del nacimiento de nuestra Independencia. Cuando el supremo titular de la Capitanía General de Venezuela, Vicente Emparan, compelido a pronunciarse sobre la legitimidad de su gestión, ante un Cabildo extraordinario convocado por indignados de la época, renuncia a su mandato y deja correr los acontecimientos, convencido de que sus bases de sustentación, en el imperio, han sido derribadas. Para muchos comienza allí, en ese instante tan pomposamente celebrado cada año, con un primer latido, nuestra República y nuestra soberanía política y territorial.
            Luego vino la guerra, larga y sangrienta, la cual llenó de cadáveres los campos de la nueva unidad geográfica. Y conformó una cultura distinta en quienes a partir de ese momento pasaron a ser ciudadanos de la República de Venezuela, furiosamente independientes y quienes no creyeron ni a sus propios líderes, cuando se les invitó a formar parte, integrada, de una federación más ampulosa y de mayor contenido político, de mayor potencialidad económica y de mayor profundidad cultural. La Gran Colombia, para Venezuela,  tuvo su propio 19 de Abril en La Cosiata de 1826 y en el Congreso de Valencia, apadrinado por José Antonio Páez, en 1830, meses antes de la muerte de El Libertador. A partir de esa fecha, Venezuela sería definitivamente independiente, con conciencia de feudo impenetrable y tendría, desde entonces, su propio Emperador, su dueño.
            Hacemos esta síntesis histórica, más o menos acertada, sin apasionamiento, para situarnos en la génesis de nuestra conducta política como pueblo. Porque desde aquellos momentos comenzamos a configurarnos como una Nación igual a todas, sin sometimiento posible a patrones ni a modelos preconcebidos. Ni Europa, ni los Estados Unidos, ni los extraños imperios asiáticos tenían nada que deberíamos y podríamos  envidiarles. Éramos un inmenso feudo, con intrincadas fronteras y por eso necesitábamos un “Jefe”, un caudillo providencial a quien todos deberíamos admirar y a quien todos deberíamos estar prestos a obedecer. Así nos nació la leyenda del “gendarme necesario” y pasamos a ser gobernados por “monarquías” –gobiernos de un solo jefe--  naturalmente absolutistas. Unos tras otros, los vencedores de las guerras se independizaban en el trono, siempre desde un mismo centro de poder, por supuesto  situado en la Capital de la República: Caracas, cuyo “ejemplo” teníamos todos que seguir.  Los demás, o aprendíamos a ser “vivos” o nos conformábamos con ser pobres e incultos, sin “pegar gritos”, sordos y mudos, para permitir al Jefe el curso de su supuesta gobernabilidad.
            Tuvimos hasta una “guerra federal” y no nos faltaron los iracundos propagadores de ideas incendiarias, las que para nada nos hicieron cambiar el rumbo. Todos nos pusimos de acuerdo, tácitamente, para conformar un gran  Feudo de casi un millón de kilómetros cuadrados y se lo entregamos a un Emperador, a quien, como en su designación no concurría la gracia divina ni el derecho dinástico,  solíamos cambiar de nombre, pero manteniéndole su misma jerarquía y sus mismos atributos indelegables. Hasta que unos extraños investigadores encontraron petróleo en nuestro subsuelo y el mundo se precipitó hacia dos grandes guerras, así como al surgimiento de los extremismos ideológicos, fundamentados en profundas reflexiones filosóficas, lo cual nos obligó a mirarnos al espejo y vernos por primera vez nuestra propia cara de pueblo oprimido y atrasado, hundido en el pasado. La agitación le abrió la puerta a la democracia y comenzamos entonces a elegir al Emperador, “por voto popular” y a permitirle que gobernara, “democráticamente”, el inmenso feudo heredado. En todo caso, ahora el petróleo nos relevaría de la obligación tributaria y podríamos llegar a ser súbditos felices si quien nos gobernaba pasaba a ser más o menos generoso con cada uno de nosotros.
            Por eso tenemos hoy un Presidente Vitalicio, a quien no llamamos Emperador, aun cuando gobierne, lógicamente, como tal. Y una nación, que es un Feudo, donde todo lo que hay más allá de Caracas es “monte y culebra”. Y como el “Jefe” está enfermo y ya comenzamos a no quererlo, empezamos a buscar los nombres y las vías para sustituirlo, de la “mejor manera”, pacífica y electoralmente, para repetir su ejemplo y seguir gobernando al “pequeño imperio ramplón”.
            ¡Por Dios! ¡Hasta cuándo! ¿Necesitamos que los “indignados” nos digan que….. debemos cambiar la “monarquía” por una “plurarquía” y el “feudo” por una verdadera federación autonómica, para que la reunión de las ideas confrontadas por los diversos procuradores de los demás y para que la competencia entre las regiones, sabiamente encauzada, nos encaminen hacia el mundo moderno que todavía no conocemos y nos coloquen en la fila de los que esperan lo mejor, haciendo todo lo posible y necesario para lograrlo?
            A propósito del proceso que se avecina y que debería concluir el 7 de Octubre del año que viene, independientemente de que nos “saquemos” de encima a este pernicioso socialismo decadente, corrupto y destructor, debemos pensar en que hay otros males que es prioritario vencer. Uno de ellos, el principal por supuesto, es el rentismo petrolero, el que nos ha estado obligando a hablar de “misiones”, que son limosnas y que más bien alejan a los pobres del éxito en el combate a la pobreza. Que nos impide comprender que debemos enseñar a nuestro pueblo a trabajar y que debemos crear las condiciones, ¡instrumentalizarlas!, para que del laborismo colectivo salga la riqueza creciente, en lo económico y en lo cultural, para que cada vez nos procuremos mejores niveles de vida. El otro es el “presidencialismo” que convierte al electo como primer mandatario, en un único “monarca”, equivalente al Emperador. Deberíamos aprovechar la coyuntura para dividir las funciones de Jefe de Estado y de Jefe de Gobierno; para dejar al primero la honrosa y delicada misión de representarnos ante la comunidad internacional, como gran “embajador del pueblo” y al segundo, la tarea de la administración de un país, lleno de gente buena, útil y admirable y pleno, a su vez,  de riquezas materiales insuficientemente desarrolladas. Jefe de Gobierno que no podría mandar caprichosamente en orden a su propia inspiración,  ni en nombre de una falange ideológica, distinta al común y a la pluralidad de los adversos movimientos de opinión, justamente representados en el Parlamento, donde más importante que las individualidades son la confrontación y concertación de propuestas que deben dar lugar, permanentemente, a un gran plan de la nación, susceptible de ser perfeccionado en la medida en la cual se alcancen las grandes metas definidas con antelación.
           A renglón seguido tenemos que reflexionar acerca de la conveniencia o no, a estas alturas, del modelo “estatista”, muy propio de los regímenes autoritarios del pasado, así como de los surgidos de los extremismos ideológicos, dramáticamente apropiados de la escena europea en el siglo XX. El estado benefactor tiende a copar las iniciativas en el proceso de la producción y a cortar las libertades económicas, para encallejonar a las sociedades que lo instauran,  en una ruta que sus promotores admiten como segura, pero que las circunstancias y  la historia se ha empeñado en demostrar lo contrario. En función de “la mayor suma de felicidad colectiva” y de “la justicia social”, el modelo “estatista” combate a la llamada economía de mercado y propugna su sustitución por una centralizada, transformando al gerente y al trabajador en distintas categorías esclavistas, anulando en consecuencia valores esenciales de la condición humana y posponiendo la aparición de los genios que son quienes dan curso a los grandes avances tecnológicos. La Rusia comunista y la Alemania nazista, así como el espectáculo de la deprimente Cuba de los hermanos Castro, son una muestra del fracaso del “estatismo”, el cual, en Venezuela, desde hace bastante tiempo, tratamos de perfeccionar, infiltrados por una tendencia izquierdizante, definitivamente enemiga del progreso.
          Y, por último, es necesario que pensemos en que no hay territorios privilegiados; que cada palmo de nuestra geografía tiene los mismos derechos al desarrollo como todos los demás y que merezcamos un orden autonómico donde los zulianos y los apureños compitan con conciencia de su regionalidad, cada cual con sus propios medios, para conformar una real federación descentralizada, más parecida a la unión europea y a la unión norteamericana, que a los vastos desiertos padecidos por los africanos. Si de algo sirve el pasado es para que recordemos siempre su ocurrencia y no caigamos, ni en el presente ni en el futuro, en los mismos errores  que ya contabilizamos históricamente.

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