No vamos a transportarnos, de
regreso, a la edad media, ni siquiera a
la colonia. Probablemente comenzaremos nuestro relato ubicándolo en los
alborozados días del nacimiento de nuestra Independencia. Cuando el supremo
titular de la Capitanía General de Venezuela, Vicente Emparan, compelido a
pronunciarse sobre la legitimidad de su gestión, ante un Cabildo extraordinario
convocado por indignados de la época, renuncia a su mandato y deja correr los
acontecimientos, convencido de que sus bases de sustentación, en el imperio,
han sido derribadas. Para muchos comienza allí, en ese instante tan
pomposamente celebrado cada año, con un primer latido, nuestra República y
nuestra soberanía política y territorial.
Luego vino la guerra, larga y
sangrienta, la cual llenó de cadáveres los campos de la nueva unidad
geográfica. Y conformó una cultura distinta en quienes a partir de ese momento
pasaron a ser ciudadanos de la República de Venezuela, furiosamente
independientes y quienes no creyeron ni a sus propios líderes, cuando se les
invitó a formar parte, integrada, de una federación más ampulosa y de mayor contenido
político, de mayor potencialidad económica y de mayor profundidad cultural. La
Gran Colombia, para Venezuela, tuvo su
propio 19 de Abril en La Cosiata de 1826 y en el Congreso de Valencia,
apadrinado por José Antonio Páez, en 1830, meses antes de la muerte de El
Libertador. A partir de esa fecha, Venezuela sería definitivamente
independiente, con conciencia de feudo impenetrable y tendría, desde entonces,
su propio Emperador, su dueño.
Hacemos esta síntesis histórica,
más o menos acertada, sin apasionamiento, para situarnos en la génesis de
nuestra conducta política como pueblo. Porque desde aquellos momentos
comenzamos a configurarnos como una Nación igual a todas, sin sometimiento
posible a patrones ni a modelos preconcebidos. Ni Europa, ni los Estados
Unidos, ni los extraños imperios asiáticos tenían nada que deberíamos y
podríamos envidiarles. Éramos un inmenso
feudo, con intrincadas fronteras y por eso necesitábamos un “Jefe”, un caudillo
providencial a quien todos deberíamos admirar y a quien todos deberíamos estar
prestos a obedecer. Así nos nació la leyenda del “gendarme necesario” y pasamos
a ser gobernados por “monarquías” –gobiernos de un solo jefe-- naturalmente absolutistas. Unos tras otros,
los vencedores de las guerras se independizaban en el trono, siempre desde un
mismo centro de poder, por supuesto
situado en la Capital de la República: Caracas, cuyo “ejemplo” teníamos
todos que seguir. Los demás, o
aprendíamos a ser “vivos” o nos conformábamos con ser pobres e incultos, sin
“pegar gritos”, sordos y mudos, para permitir al Jefe el curso de su supuesta
gobernabilidad.
Tuvimos hasta una “guerra federal”
y no nos faltaron los iracundos propagadores de ideas incendiarias, las que
para nada nos hicieron cambiar el rumbo. Todos nos pusimos de acuerdo,
tácitamente, para conformar un gran
Feudo de casi un millón de kilómetros cuadrados y se lo entregamos a un
Emperador, a quien, como en su designación no concurría la gracia divina ni el
derecho dinástico, solíamos cambiar de
nombre, pero manteniéndole su misma jerarquía y sus mismos atributos
indelegables. Hasta que unos extraños investigadores encontraron petróleo en
nuestro subsuelo y el mundo se precipitó hacia dos grandes guerras, así como al
surgimiento de los extremismos ideológicos, fundamentados en profundas
reflexiones filosóficas, lo cual nos obligó a mirarnos al espejo y vernos por
primera vez nuestra propia cara de pueblo oprimido y atrasado, hundido en el
pasado. La agitación le abrió la puerta a la democracia y comenzamos entonces a
elegir al Emperador, “por voto popular” y a permitirle que gobernara,
“democráticamente”, el inmenso feudo heredado. En todo caso, ahora el petróleo
nos relevaría de la obligación tributaria y podríamos llegar a ser súbditos
felices si quien nos gobernaba pasaba a ser más o menos generoso con cada uno
de nosotros.
Por eso tenemos hoy un Presidente
Vitalicio, a quien no llamamos Emperador, aun cuando gobierne, lógicamente,
como tal. Y una nación, que es un Feudo, donde todo lo que hay más allá de
Caracas es “monte y culebra”. Y como el “Jefe” está enfermo y ya comenzamos a
no quererlo, empezamos a buscar los nombres y las vías para sustituirlo, de la
“mejor manera”, pacífica y electoralmente, para repetir su ejemplo y seguir
gobernando al “pequeño imperio ramplón”.
¡Por Dios! ¡Hasta cuándo!
¿Necesitamos que los “indignados” nos digan que….. debemos cambiar la
“monarquía” por una “plurarquía” y el “feudo” por una verdadera federación
autonómica, para que la reunión de las ideas confrontadas por los diversos
procuradores de los demás y para que la competencia entre las regiones,
sabiamente encauzada, nos encaminen hacia el mundo moderno que todavía no
conocemos y nos coloquen en la fila de los que esperan lo mejor, haciendo todo
lo posible y necesario para lograrlo?
A propósito del proceso que se
avecina y que debería concluir el 7 de Octubre del año que viene,
independientemente de que nos “saquemos” de encima a este pernicioso socialismo
decadente, corrupto y destructor, debemos pensar en que hay otros males que es
prioritario vencer. Uno de ellos, el principal por supuesto, es el rentismo
petrolero, el que nos ha estado obligando a hablar de “misiones”, que son
limosnas y que más bien alejan a los pobres del éxito en el combate a la
pobreza. Que nos impide comprender que debemos enseñar a nuestro pueblo a
trabajar y que debemos crear las condiciones, ¡instrumentalizarlas!, para que
del laborismo colectivo salga la riqueza creciente, en lo económico y en lo
cultural, para que cada vez nos procuremos mejores niveles de vida. El otro es
el “presidencialismo” que convierte al electo como primer mandatario, en un
único “monarca”, equivalente al Emperador. Deberíamos aprovechar la coyuntura
para dividir las funciones de Jefe de Estado y de Jefe de Gobierno; para dejar
al primero la honrosa y delicada misión de representarnos ante la comunidad
internacional, como gran “embajador del pueblo” y al segundo, la tarea de la
administración de un país, lleno de gente buena, útil y admirable y pleno, a su
vez, de riquezas materiales
insuficientemente desarrolladas. Jefe de Gobierno que no podría mandar
caprichosamente en orden a su propia inspiración, ni en nombre de una falange ideológica,
distinta al común y a la pluralidad de los adversos movimientos de opinión,
justamente representados en el Parlamento, donde más importante que las
individualidades son la confrontación y concertación de propuestas que deben
dar lugar, permanentemente, a un gran plan de la nación, susceptible de ser
perfeccionado en la medida en la cual se alcancen las grandes metas definidas
con antelación.
A renglón seguido tenemos que
reflexionar acerca de la conveniencia o no, a estas alturas, del modelo
“estatista”, muy propio de los regímenes autoritarios del pasado, así como de
los surgidos de los extremismos ideológicos, dramáticamente apropiados de la
escena europea en el siglo XX. El estado benefactor tiende a copar las
iniciativas en el proceso de la producción y a cortar las libertades
económicas, para encallejonar a las sociedades que lo instauran, en una ruta que sus promotores admiten como
segura, pero que las circunstancias y la
historia se ha empeñado en demostrar lo contrario. En función de “la mayor suma
de felicidad colectiva” y de “la justicia social”, el modelo “estatista”
combate a la llamada economía de mercado y propugna su sustitución por una
centralizada, transformando al gerente y al trabajador en distintas categorías
esclavistas, anulando en consecuencia valores esenciales de la condición humana
y posponiendo la aparición de los genios que son quienes dan curso a los
grandes avances tecnológicos. La Rusia comunista y la Alemania nazista, así
como el espectáculo de la deprimente Cuba de los hermanos Castro, son una
muestra del fracaso del “estatismo”, el cual, en Venezuela, desde hace bastante
tiempo, tratamos de perfeccionar, infiltrados por una tendencia izquierdizante,
definitivamente enemiga del progreso.
Y, por último, es necesario que
pensemos en que no hay territorios privilegiados; que cada palmo de nuestra
geografía tiene los mismos derechos al desarrollo como todos los demás y que
merezcamos un orden autonómico donde los zulianos y los apureños compitan con
conciencia de su regionalidad, cada cual con sus propios medios, para conformar
una real federación descentralizada, más parecida a la unión europea y a la
unión norteamericana, que a los vastos desiertos padecidos por los africanos.
Si de algo sirve el pasado es para que recordemos siempre su ocurrencia y no
caigamos, ni en el presente ni en el futuro, en los mismos errores que ya contabilizamos históricamente.
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