Cuando llegué a Inglaterra a estudiar por vez primera en 1971 encontré un país empobrecido y apesadumbrado, colocado en la práctica bajo el chantaje permanente de los sindicatos socialistas vinculados al partido laborista. Tuve ocasión de presenciar varias elecciones generales, y recuerdo que una de ellas se luchó en función de la pregunta: ¿quién gobierna realmente en Gran Bretaña? Tenía sentido pues la influencia de los sindicatos asfixiaba al parlamento democráticamente electo. El país que conocí hace cuatro décadas es hoy difícil de imaginar.
Margaret Thatcher |
Volví en 1981 a seguir mis estudios y hacer el Doctorado. Para ese momento, Margaret Thatcher completaba dos años como Primer Ministro y ya había marcado de manera profunda el curso de la política británica. Desde Londres fui testigo de sus épicas batallas contra los sindicatos de izquierda, así como de la severa lección que infligió a los sanguinarios e incompetentes militares argentinos en la guerra de las Malvinas. Constaté que Margaret Thatcher era un líder muy distinto a la inmensa mayoría de los dirigentes democráticos de entonces y ahora. En lugar de leer encuestas y tratar de complacer al público mediante la condescendencia demagógica, Thatcher actuaba según sus convicciones más hondas y no temía expresarlas con absoluta sinceridad.
Las más relevantes entre esas convicciones tenían que ver con el valor supremo de la libertad de las personas, así como con la necesidad de que los individuos asuman sus responsabilidades y acepten las consecuencias de sus actos. En lugar de paternalismo, Thatcher predicaba la autosuficiencia de cada cual en el sentido ético; en lugar de socialismo, Thatcher pregonaba el lazo íntimo entre la economía de mercado y la libertad política; en lugar de acomodo con el comunismo tras la cortina de hierro, Thatcher lanzó un mensaje de cuestionamiento sin concesiones a la tiranía, y de liberación para los pueblos subyugados en la URSS y Europa del Este.
La izquierda mundial siempre ha repudiado a Margaret Thatcher, y pienso que las razones del intenso rechazo que todavía suscita en los medios bienpensantes del progresismo internacional, no tienen que ver fundamentalmente con las políticas que implementó, aunque desde luego ello ejerce una influencia. Las razones del repudio se deben a que Thatcher desafió al socialismo en su propio terreno, el de las ideas, condenándole como un camino que conduce de modo inevitable a la opresión, la dependencia y la servidumbre.
Thatcher llevó a cabo una verdadera revolución en Inglaterra, pues como bien dice Hannah Arendt, las revoluciones genuinas buscan la libertad del ser humano, en lugar de intentar resolver la “cuestión social” por medios políticos. Este último rumbo, como ahora lo vemos repetido en Venezuela, siempre culmina en despotismo.
A pesar del enorme progreso a que dio impulso en Inglaterra, un avance que sacó al país de su torpor y efectivamente le modernizó, el estilo y sustancia de Thatcher nadaban contra la corriente de nuestro tiempo, que empuja hacia el intervencionismo del Estado en la economía y las fórmulas socialistas, a la subordinación de los políticos bajo los vaivenes electorales y al paternalismo del Estado de Bienestar, hasta culminar en la decadencia y ruina que hoy estamos presenciando. Los sucesores de Thatcher regresaron a las prácticas socialistas de siempre, que han desembocado en la violencia nihilista de una generación acostumbrada a recibirlo todo del Estado, que desconoce la responsabilidad personal y aguarda que los gobiernos la subvencionen.
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