La victoria de Ollanta Humala arroja significativas lecciones para Venezuela. La más importante es que el triunfalismo resulta mal consejero.
El triunfalismo es una moneda de dos caras: por un lado la subestimación del adversario, por el otro la sobrestimación propia. Lo primero, en el caso peruano, se puso de manifiesto mediante la inicial proliferación de candidaturas de los factores democráticos. Lo segundo a través de la confusión entre deseos y realidades, que se observó en la creencia de parte de personajes como Mario y Álvaro Vargas Llosa y el ex presidente Toledo, según la cual Humala no es quien siempre dijo que es, y además sus paladines de última hora van a cambiarlo y asegurarse que se portará bien. No pocos en Venezuela pensaron lo mismo en su momento sobre Chávez y hoy purgan sus penas, llenos de comprensible arrepentimiento.
El ejemplo de Mario Vargas Llosa es triste y elocuente. La lectura de sus artículos en defensa de Humala revela no sólo una animadversión personal, más que política e ideológica, hacia la señora Fujimori, sino también la convicción absoluta de que la historia de Humala, historia que nos dibuja de manera inequívoca lo que el triunfante candidato representa y se dispone a hacer, es cosa de poca monta, pues Vargas Llosa y otros se convertirán en garantes de su buena conducta.
Haberse equivocado con Chávez fue un grave error que muchos cometieron, pero equivocarse con Humala, más que un error, es una estupidez. Si bien lamento lo que se le avecina al pueblo peruano, no puedo sino recordar que se aprende a los golpes y a veces ni siquiera con ese rudo método. No tardarán en arrepentirse y lo tendrán bien merecido.
En cuanto a los dos Vargas Llosa, cuyo desempeño político está tan lejos de sus talentos literarios, les veremos “llorar lágrimas de sangre”, para usar la gráfica expresión coloquial.
Deberían los numerosos y polifacéticos precandidatos de oposición venezolanos reflexionar sobre lo ocurrido en el Perú. Me atrevo a sugerir algunos puntos que demandan cuidadosa consideración. Primero: la gente se confunde ante tantos rostros y ambiciones. Confiamos que al final uno sólo de ellos enfrentará a Chávez en 2012, pero aún así el camino trazado hasta ahora muestra poca comprensión de las exigencias de este tiempo y circunstancias, y falta por ver cómo se desarrollan unas primarias tan congestionadas.
Segundo, Chávez es un demagogo formidable y un contrincante de singulares aptitudes políticas. Percibo entre los precandidatos de oposición un inocultable triunfalismo; es como si diesen a Chávez por derrotado. Quizás ello explica por qué tanta gente se afana en abanderar a la oposición: ¡Ya ganamos!, dicen, pero temo que no será sencillo.
En tercer lugar, el mensaje que hasta ahora transmite el bando opositor me luce gaseoso, gelatinoso y excesivamente centrado en lo económico. Es cierto que la gente vota con el estómago, pero no sólo de pan vive el hombre. Alan García no lo hizo mal; el Perú venía creciendo y la pobreza se había reducido. Sin embargo, Humala conquistó la victoria apelando a vibraciones del alma colectiva que trascienden lo económico.
Insisto: el triunfalismo es mal consejero. Derrotar a Chávez en el plano electoral no será fácil, y esto sin tocar el tema del cambio en el poder y los desafíos que aguardan a un hipotético nuevo gobierno. Hay que perder el miedo y hacer una campaña dura, de convicciones firmes, sin tantos eufemismos, diferenciándose nítidamente del socialismo y sus nefastas consecuencias económicas, ideológicas y políticas.
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