Lo peor de la dantesca situación de Costa de Marfil radica en que Gbagbo no quiso entregar el mando a Alassane Ouattara, el legítimo ganador de los comicios de 2010; pero el aferrarse al poder, que es una característica de algunos mandatarios, adquiere matices de curiosidad cuando se recuerda que el general Gueí no entregó el gobierno al ganador de las elecciones de 2000, Laurent Gbagbo, sumiendo al país en una tenebrosa guerra civil cuyas secuelas aún están presentes.
Gbagbo, otrora hombre fuerte del país ya no representa nada. El daño hecho a su nación es incalculable y en los rostros de hambrientos y refugiados se esconde la idea continuista de un hombre.
La mirada de Gbagbo puede significar muchas cosas. Lo más probable es que no sienta remordimiento por su proceder, pero lo que si debe experimentar es una incontrolable angustia por el futuro que le espera y porque le tocará rendir cuentas de sus crímenes.
Ante la foto del ahora expresidente con una camiseta blanca y un rostro de descomposición, muchos se preguntarán si ese personaje fue presidente de un país. La respuesta es si, pero ahora no es más que una sombra que vagará perdida ante el señalamiento de la humanidad y un ejemplo que demuestra que detrás de las bandas presidenciales y de la altanería y la arrogancia, están los seres humanos desnudos a la espera de que la justicia se haga presente y la libertad imponga su ley.
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