Ya no hay día en que los titulares de prensa puedan dar cuenta de algo distinto a la muerte. A las muertes, mejor dicho. Asesinatos, suicidios, accidentes, amén de la infaltable cuota que aportan la vejez y las enfermedades. Y bueno, que nos vayamos muriendo de viejos no tiene problema. O que las enfermedades se impongan sobre los límites de la medicina moderna, también se acepta. A regañadientes, pero se acepta.
La accidentalidad automotriz cobra también una alta cuota en vidas. Y es pan de cada día. Y si no hay muertos, quedan como mínimo las secuelas de los traumas y hasta la invalidez. Todos conocemos casos cercanos.
Pero cómo hacemos para tragarnos el sapo de las muertes violentas de cada día. Ajustes de cuentas, venganzas personales, crímenes pasionales (que nunca faltan), delincuencia desbordada que no se satisface con perjudicar al ciudadano y se ensaña con su humanidad hasta aniquilarlo, intolerancia, “limpieza social”, en fin, un triste y macabro portafolio de muerte que, para colmo, se suma al vergonzoso índice de suicidios que ostenta nuestra tierra.
Y la frugal se enseñorea y se lleva consigo muchas veces lo mejor de nuestra gente. O la más joven. Y queda una estela de viudas y huérfanos que pasan a engrosar la lista interminable de los desamparados. Hay que sonar las alarmas. Hacer algo y hacerlo ya... ¿Pero qué y cómo?, ésa es la pregunta. Sería muy bueno empezar con un buen diagnóstico. Echar mano de las estadísticas de que dispongan los cuerpos de seguridad (Policía, comisarías, fiscalías, CICPC) y demás instituciones como Medicina Legal, instituciones de salud, Defensoría del Pueblo, personerías, etc. Y sacarle una radiografía al fenómeno de la violencia que nos embarga.
Ya con cifras contundentes en la mano se podría intentar algún tipo de esfuerzo concertado que permitiera intervenir en primer lugar las causas más frecuentes de violencia. Porque el asunto es alarmante. Y apremia. Qué bueno entonces que nuestros gobernantes convocaran a las llamadas fuerzas vivas del ESTADO y entre todos pudiéramos ponernos de acuerdo por lo menos en algunos puntos básicos que mejoren las condiciones de seguridad y que disminuyan la trágica pero creciente cuota de muertos de cada día. Se necesita plata, por supuesto. Pero también voluntad. Voluntad política, especialmente. Voluntad para apretar las clavijas en donde sea necesario. Para aumentar el pie de fuerza policial en nuestras calles. Para educar al ciudadano para que no dé papaya. Para desarmar los espíritus y evitar que se desborde el animal que llevamos por dentro. Para rescatar a nuestra juventud de las garras de la droga y de los malos pasos. Para dar un nivel de vida decente a los pobres y desvalidos. Voluntad para que entendiéramos por fin que la vida es sagrada y que nadie tiene derecho a segarla.
Voluntad, entonces, para que en las páginas de los periódicos ya no haya que publicar esas fotos que día a día nos recuerdan con dolor nuestra triste condición de simples seres mortales. Es decir, una voluntad que sea de todo, menos la última voluntad.
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