El moderno Prometeo de Sabaneta anunció que la recién sancionada Ley de Educación Universitaria será llevada a un amplio debate nacional, por lo que su promulgación quedó diferida mediante un repentino veto presidencial. Sin embargo, más que discutir sobre el proyecto de ley gubernamental, los demócratas debemos proponer, en lo inmediato, una ley de educación superior que derribe algunos mitos arcaicos y priorice la excelencia y la calidad académica.
Para empezar, la universidad se define como una institución de carácter académico, encargada de producir conocimientos y formar personal capacitado para difundir, utilizar y generar ese conocimiento, y que sea utilizado en la forma más amplia posible por la humanidad en la construcción de su destino. La esencia de la universidad es la creación intelectual ligada a la generación de conocimientos, a través de la investigación científica y la abstracción teórica; la formación de profesionales e investigadores, y la entrega de sus resultados a la sociedad para posibilitarle su progreso permanente y la mejora de sus condiciones de vida.
Luego, la producción de conocimientos, la enseñanza y la actividad de extensión, requieren para su florecimiento y desarrollo de un ambiente de libertad intelectual, en el cual los juicios, las ideas, opiniones y razonamientos, se expresen con absoluta libertad y se exhiban con la objetividad que el desarrollo científico y humanístico permita en un momento histórico particular; sin restricciones de orden religioso, económico y político; sin limitaciones culturales ni otras impuestas por intereses distintos de la búsqueda de la verdad; sin ideas preconcebidas ni prejuicios, que empañen u oscurezcan los resultados de la actividad académica. A esta independencia de las actividades esenciales de las universidades respecto de los otros poderes públicos es lo que llamamos autonomía universitaria.
No obstante, uno de los problemas fundamentales de la universidad venezolana es que ha estado mucho más preocupada de ser autónoma antes que ser universidad. Nuestras autoridades universitarias, nuestros profesores, nuestros estudiantes e incluso los trabajadores y obreros han dirigido sus esfuerzos, sus luchas, sus protestas y su atención para que la institución sea autónoma, sin preocuparse en que sea una verdadera universidad y una universidad de calidad. Esto es una grave distorsión conceptual que ha conspirado contra el desarrollo académico de nuestras instituciones de educación superior.
En nuestro caso hay aún una equivocación adicional: relacionamos la autonomía con la potestad de las instituciones para elegir sus autoridades. Hay que destacar, las universidades de la mayor parte del mundo no eligen sus autoridades, ni tienen cogobierno, y, aun así, son excelentes universidades. Nosotros elegimos autoridades, tenemos cogobierno y la inmensa mayoría de nuestras instituciones universitarias son remedos de éstas. Pareciera que la calidad de los profesores, su preparación y formación como investigadores, su producción científica y humanística, tuvieran menor importancia que la elección de las autoridades y los representantes profesorales y estudiantiles.
En conclusión, es el momento de repensar nuestro sistema universitario para que sea más competitivo, para ello debemos actualizar y modernizar nuestras universidades y, asimismo, poner en práctica nuevos modelos de gestión académica y administrativa. Es decir, se trata de vencer tanto las sombras que nos invaden de afuera como los espíritus que habitan adentro.
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