La confrontación política que signó este año parlamentario y que se tradujo en el más bajo registro de leyes aprobadas desde 1987 refleja un problema lejos de ser coyuntural. Por el contrario, amenaza con prolongarse el año próximo e, incluso, más allá de la renovación parlamentaria que sobrevendrá tras los comicios presidenciales.
Esto será así mientras perviva la misma lógica maniquea y poco afín al consenso que instauró el kirchnerismo desde sus albores y mientras el mosaico opositor no supere sus veleidades y sus recelos internos y sea capaz de hallar un camino inteligente que sortee este callejón al que lo sometió el Gobierno.
El voto popular del año pasado se tradujo en un Parlamento donde ninguna fuerza ostenta una clara hegemonía; el desafío era, entonces, desempolvar la necesaria dinámica del consenso que había sido clausurada por el kirchnerismo. El problema es que el oficialismo nunca quiso tomar nota del nuevo rumbo que le marcó la sociedad y perseveró en su misma lógica intransigente.
La más reciente prueba de ello fue el "sincericidio" que cometió el jefe de bloque oficialista Agustín Rossi cuando discurrió sobre la reforma del Indec. "Como poder político, nosotros reivindicamos la facultad de poder cambiar el índice de precios al consumidor, porque entendemos que las estadísticas son una herramienta de la construcción económica -exclamó, sin pudor-. Porque no creemos en esta cosa de la independencia en términos abstractos y asépticos. Si no les gusta el Indec, decimos lo que decimos siempre: tienen que ganar las elecciones y hacer el Indec que quieran."
Difícil resulta alcanzar consensos frente a esta actitud inflexible y casi autoritaria, acusan desde la oposición. En un intento de doblegarla, los opositores dieron la batalla desde la misma lógica "a todo o nada" que les planteaba su rival, a veces con un dejo de revanchismo. El problema es que la mayoría que creían consolidada por el voto popular pronto se deshilachó por las mezquindades internas e intentos de figuración de algunos de sus actores. Resultado: el llamado grupo A, de los bloques mayoritarios de la oposición, que alumbró en diciembre pasado, implosionó.
Ante la imposibilidad de exhibir resultados concretos, la oposición se replantea la estrategia. Algunos sectores, como la línea alfonsinista de la UCR, agitan la idea de acordar en adelante la agenda con el oficialismo. La Coalición Cívica lo ve inviable y acusa de pactistas a sus ex socios. La desconfianza se agudizó cuando la semana pasada, en el Senado, la oposición se dejó derrotar en dos proyectos muy caros, el que pone límites a los decretos de necesidad y urgencia presidenciales y el de reforma al Consejo de la Magistratura. "Una derrota incomprensible", murmuran desde Pro. "Una traición", asestan en la Coalición Cívica. "Algunos se ven ya gobierno", dicen en la centroizquierda.
Difícilmente este panorama de desconfianzas e intolerancias mutuas se revierta en el corto plazo, menos aún en un año electoral. El oficialismo se regodea: no hay mejor escenario para el Gobierno que una oposición diezmada y un Congreso paralizado.
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Esto será así mientras perviva la misma lógica maniquea y poco afín al consenso que instauró el kirchnerismo desde sus albores y mientras el mosaico opositor no supere sus veleidades y sus recelos internos y sea capaz de hallar un camino inteligente que sortee este callejón al que lo sometió el Gobierno.
El voto popular del año pasado se tradujo en un Parlamento donde ninguna fuerza ostenta una clara hegemonía; el desafío era, entonces, desempolvar la necesaria dinámica del consenso que había sido clausurada por el kirchnerismo. El problema es que el oficialismo nunca quiso tomar nota del nuevo rumbo que le marcó la sociedad y perseveró en su misma lógica intransigente.
La más reciente prueba de ello fue el "sincericidio" que cometió el jefe de bloque oficialista Agustín Rossi cuando discurrió sobre la reforma del Indec. "Como poder político, nosotros reivindicamos la facultad de poder cambiar el índice de precios al consumidor, porque entendemos que las estadísticas son una herramienta de la construcción económica -exclamó, sin pudor-. Porque no creemos en esta cosa de la independencia en términos abstractos y asépticos. Si no les gusta el Indec, decimos lo que decimos siempre: tienen que ganar las elecciones y hacer el Indec que quieran."
Difícil resulta alcanzar consensos frente a esta actitud inflexible y casi autoritaria, acusan desde la oposición. En un intento de doblegarla, los opositores dieron la batalla desde la misma lógica "a todo o nada" que les planteaba su rival, a veces con un dejo de revanchismo. El problema es que la mayoría que creían consolidada por el voto popular pronto se deshilachó por las mezquindades internas e intentos de figuración de algunos de sus actores. Resultado: el llamado grupo A, de los bloques mayoritarios de la oposición, que alumbró en diciembre pasado, implosionó.
Ante la imposibilidad de exhibir resultados concretos, la oposición se replantea la estrategia. Algunos sectores, como la línea alfonsinista de la UCR, agitan la idea de acordar en adelante la agenda con el oficialismo. La Coalición Cívica lo ve inviable y acusa de pactistas a sus ex socios. La desconfianza se agudizó cuando la semana pasada, en el Senado, la oposición se dejó derrotar en dos proyectos muy caros, el que pone límites a los decretos de necesidad y urgencia presidenciales y el de reforma al Consejo de la Magistratura. "Una derrota incomprensible", murmuran desde Pro. "Una traición", asestan en la Coalición Cívica. "Algunos se ven ya gobierno", dicen en la centroizquierda.
Difícilmente este panorama de desconfianzas e intolerancias mutuas se revierta en el corto plazo, menos aún en un año electoral. El oficialismo se regodea: no hay mejor escenario para el Gobierno que una oposición diezmada y un Congreso paralizado.
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