En la terminología de Marx y Engels, los términos socialismo y comunismo son sinónimos. Hasta 1917 ningún marxista se atrevió a establecer una diferencia entre ambos. En esa época, quienes consideraban como su evangelio al Manifiesto Comunista se denominaban simplemente socialistas. Cierto es que Marx, en su Crítica al Programa de Gotha, establece que hay una fase primera e inferior y otra segunda y superior del socialismo, pero nunca las distinguió como socialista la primera y comunista la segunda. Sólo cuando en la primera etapa de la revolución rusa se recrudeció la lucha entre los de la minoría o parlamentarios (mensheviks) y los de la mayoría o revolucionarios (bolsheviks), aparece el término comunista para designar a estos últimos. Y cuando posteriormente Lenin constituyó la Tercera Internacional para exportar su forma violenta de revolución socialista, la denominó Tercera Internacional Comunista. Hoy en día, los soviets tratan de distinguir entre ambos vocablos, aludiendo al socialismo como una etapa anterior del comunismo, pero el propio nombre de Rusia los traiciona. Ellos no se denominan comunistas, son la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.
Hay muchas especies de socialismo: el ruso o burocrático; el nazista o de economía compulsiva; el fascista o corporativo; el utópico, el científico, el fabiano, etc., pero todos ellos están de acuerdo en la tesis fundamental: en la propiedad por el Estado de los factores de producción.
En nuestra situación política partidista no hay una verdadera discusión sobre el asunto. Todos los partidos son socialistas. Sus líderes, muchos de buena fe, muchos amigos míos, defienden al socialismo no por él mismo, sino como la única fórmula que conocen para combatir al capitalismo.
Pero en la Venezuela de nuestros días ser socialista no es necesariamente ser comunista. Aprendimos en estos últimos días que nuestros socialcristianos se consideran socialistas cristianos (marxistas que van a misa), que quieren inclusive darle lecciones a sus colegas europeos de como debe manejarse la cosa pública para obtener una verdadera justicia social. Nuestro ministro de Minas, también en estos últimos días nos informó que aún cuando en el campo internacional era partidario del cartel y del monopolio (hijos legendarios y odiosos del capitalismo), porque ellos no iban dirigidos sino contra las naciones ricas que usan el petróleo como combustible (las que se ponen ropa, por ejemplo), en el campo nacional su partido era socialista. En otras palabras, que en su concepto el capitalismo era bueno sólo cuando se constituyera la compañía anónima Venezuela S.A. y lo explotara debidamente. En cuanto a la desintegración amarilla (URD), en el campo ideológico ellos nunca han sido realmente nada, aunque de vez en cuando, según y como las circunstancias, sus líderes han ido del fidelismo al burguesismo. Pero todos ellos, sin excepción, dicen no ser comunistas. Todos están de acuerdo, sin embargo, en que son definitivamente anticapitalistas.
Ahora bien, a mí se me hace que los líderes influyentes de esos partidos critican a ese capitalismo sin conocerlo. Lo identifican con el sistema económico privilegista que ha existido en casi todos los países de América Latina, en los cuales las fortunas no han sido, con muy honrosas excepciones, fruto de haber servido mejor y más barato las más urgentes necesidades del pueblo, sino, muy por el contrario, consecuencia directa y sostenida de un privilegio otorgado por el tirano de turno. No quiero decir con esto que el pecado original del privilegio se transmita por ósmosis a quienes posteriormente han concurrido al mercado, ya cerrado, para echar a perder el festín del primer privilegiado, pero es evidente por lo menos que los beneficios así obtenidos no pueden calificarse como capitalistas. Esos líderes han conocido al capitalismo sólo a través de sus críticos irracionales, los marxistas, sin preocuparse nunca de averiguar en forma científica y objetiva si esas críticas eran realmente fundadas. Ellos han confundido, repito, al capitalismo con el privilegismo. Consideran odiosa la posición de quien se atreve a defender hoy una economía de mercado, porque creen que quien lo hace es movido sólo por un interés clasista, para defender el privilegio, sin darse cuenta de que mediante ese sistema no solamente acabaríamos con esos privilegios de origen tiránico, sino también con aquellos otros hoy más de moda, los de origen partidista.
La democracia, para mí, no es un fin en si misma. Es sólo el único método pacífico para cambiar de gobernantes. Ella no garantiza que los mejores sean elegidos para la función pública, pero tampoco lo garantiza ningún otro sistema. Los elegidos que hoy gobiernan, y quienes pueden ser escogidos en los próximos comicios, están en el deber ineludible de estudiar objetivamente y comprender todos los sistemas político-económicos que ha ensayado la humanidad, para poder así, con verdadero conocimiento de causa, valorar y preferir entre ellos, aún cuando esto signifique tropezar con palabras raras que posiblemente no se encuentren ni en el diccionario presidencial, como cataláctica. Para mí no cabe duda, Moral y Luces siguen siendo nuestras primeras necesidades.
Articulo enviado a nuestros correos por Osmel Brito
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