La manipulación del lenguaje es una de las batallas que los amantes de la intervención del Estado frente a la libertad individual han ganado. Al menos, de momento. Las acusaciones de egoísmo, falta de solidaridad, extremismo, llegando a insultos a las primeras de cambio y de forma sistemática, van en una sola dirección: de ellos a nosotros.
En el momento en que cualquier persona se atreve a expresar una opinión acerca del mercado, la crisis, el mito del cambio climático, el canon digital o el despilfarro de subvenciones del Gobierno hay un alto grado de probabilidad de que sea tachado de fascista, neoliberal, radical y defensor del capitalismo salvaje. No existe, por el contrario, un término similar para designar a quienes pretenden que los más vivan a costa de los menos, no hay socialismo salvaje.
No importa que el socialismo haya condenado a la pobreza a tantos países, que las dictaduras sean, en su mayoría, contrarias al mercado y se caractericen por aniquilar la libertad individual. Da lo mismo que la esencia del socialismo sea que los trabajadores financien con sus impuestos a los grupos que el gobierno decide privilegiar, en principio porque lo necesitan más, y no contribuyen. El Estado es benefactor, no puede hacer mal, redistribuye el dinero de los más ricos a los más pobres. Y esa idea, por más que cada día en los periódicos la realidad muestre su falsedad, está grabada a fuego en la mente de los ciudadanos. Uno puede publicar, como hace Desde el Exilio, las subvenciones más peregrinas y sangrantes, los millones de euros injustificados que dan fe del derroche gubernamental. El Estado sigue siendo benefactor siempre lo hace bien.
Por el contrario, el mercado, como egoísta que es, siempre busca que gane el más rico, el más fuerte, el abusón del patio del colegio. Y si Manuel Ayau proclama a los cuatro vientos que para salir de la pobreza hace falta libre mercado, propiedad privada y cumplimiento de los contratos, seguro que es sospechoso de algo, es amigo de los americanos o algo oculta. Y si Johann Norberg muestra en su documental Globalization is Good que quienes tratan de salir de la pobreza lo que quieren es que les dejemos competir en nuestros mercados, lo más probable es que esté financiado por algún malo maloso y, en realidad, odia a los pobres.
Quienes denuncian que las medidas del gobierno ante la crisis son un disparate son unos cenizos que se alegran de cualquier mal que sobrevenga para poder criticar al gobierno, a la oposición y a todo lo que se mueva. Quienes cuestionan que el dinero presupuestado por un comité sospechoso de irregularidades para combatir el cambio climático (como si eso fuera posible) sea un gasto inútil, o que tal vez hay otras necesidades, o que no tiene sentido son tachados de destructores de la Tierra, irresponsables ecológicos, no piensan en el futuro de los niños.
Eso sí, si es el Gobierno el que hipoteca los recursos de los niños del mañana emitiendo deuda pública, no pasa nada, bien empleado está ese dinero, no hay más que esgrimir como argumento la solidaridad intergeneracional. Y esa es la clave: la solidaridad coactiva. Sea intergeneracional, ecológica, entre Comunidades Autónomas, entre países sirve para todo, cubre todos los desmanes estatales con su manto y tranquiliza las conciencias de todos. De quienes gastan y de quienes consienten, aplauden y votan a los que gastan.
Es más difícil justificar el derroche cuando se trata de observadores extranjeros (The Economist, el Fondo Monetario Internacional, o la canciller alemana) quienes nos señalan con en dedo como uno de los cinco países junto con Portugal, Italia, Irlanda y Grecia, que lo vamos a llevar peor a la hora de salir de la recesión. Pero la imaginación humana da para mucho y está claro que esta vez son ellos los que se comportan como capitalistas salvajes, exagerados, cenizos, o como si tuvieran un interés oculto y malévolo: acabar con el euro, detentar el poder europeo absoluto ¡vaya usted a saber!
Y, sin embargo, cada día que pasa, usted y yo decidimos menos sobre nuestros actos, sobre nuestro dinero, sobre nuestro esfuerzo. Cada día, el monopolio gubernamental de los medios de comunicación es mayor, la necesidad de licencias, permisos, el pago de tasas, es más aplastante, y no nos damos cuenta. ¿El secreto? El mismo que para cocer ranas: subir la temperatura poco a poco.
En el momento en que cualquier persona se atreve a expresar una opinión acerca del mercado, la crisis, el mito del cambio climático, el canon digital o el despilfarro de subvenciones del Gobierno hay un alto grado de probabilidad de que sea tachado de fascista, neoliberal, radical y defensor del capitalismo salvaje. No existe, por el contrario, un término similar para designar a quienes pretenden que los más vivan a costa de los menos, no hay socialismo salvaje.
No importa que el socialismo haya condenado a la pobreza a tantos países, que las dictaduras sean, en su mayoría, contrarias al mercado y se caractericen por aniquilar la libertad individual. Da lo mismo que la esencia del socialismo sea que los trabajadores financien con sus impuestos a los grupos que el gobierno decide privilegiar, en principio porque lo necesitan más, y no contribuyen. El Estado es benefactor, no puede hacer mal, redistribuye el dinero de los más ricos a los más pobres. Y esa idea, por más que cada día en los periódicos la realidad muestre su falsedad, está grabada a fuego en la mente de los ciudadanos. Uno puede publicar, como hace Desde el Exilio, las subvenciones más peregrinas y sangrantes, los millones de euros injustificados que dan fe del derroche gubernamental. El Estado sigue siendo benefactor siempre lo hace bien.
Por el contrario, el mercado, como egoísta que es, siempre busca que gane el más rico, el más fuerte, el abusón del patio del colegio. Y si Manuel Ayau proclama a los cuatro vientos que para salir de la pobreza hace falta libre mercado, propiedad privada y cumplimiento de los contratos, seguro que es sospechoso de algo, es amigo de los americanos o algo oculta. Y si Johann Norberg muestra en su documental Globalization is Good que quienes tratan de salir de la pobreza lo que quieren es que les dejemos competir en nuestros mercados, lo más probable es que esté financiado por algún malo maloso y, en realidad, odia a los pobres.
Quienes denuncian que las medidas del gobierno ante la crisis son un disparate son unos cenizos que se alegran de cualquier mal que sobrevenga para poder criticar al gobierno, a la oposición y a todo lo que se mueva. Quienes cuestionan que el dinero presupuestado por un comité sospechoso de irregularidades para combatir el cambio climático (como si eso fuera posible) sea un gasto inútil, o que tal vez hay otras necesidades, o que no tiene sentido son tachados de destructores de la Tierra, irresponsables ecológicos, no piensan en el futuro de los niños.
Eso sí, si es el Gobierno el que hipoteca los recursos de los niños del mañana emitiendo deuda pública, no pasa nada, bien empleado está ese dinero, no hay más que esgrimir como argumento la solidaridad intergeneracional. Y esa es la clave: la solidaridad coactiva. Sea intergeneracional, ecológica, entre Comunidades Autónomas, entre países sirve para todo, cubre todos los desmanes estatales con su manto y tranquiliza las conciencias de todos. De quienes gastan y de quienes consienten, aplauden y votan a los que gastan.
Es más difícil justificar el derroche cuando se trata de observadores extranjeros (The Economist, el Fondo Monetario Internacional, o la canciller alemana) quienes nos señalan con en dedo como uno de los cinco países junto con Portugal, Italia, Irlanda y Grecia, que lo vamos a llevar peor a la hora de salir de la recesión. Pero la imaginación humana da para mucho y está claro que esta vez son ellos los que se comportan como capitalistas salvajes, exagerados, cenizos, o como si tuvieran un interés oculto y malévolo: acabar con el euro, detentar el poder europeo absoluto ¡vaya usted a saber!
Y, sin embargo, cada día que pasa, usted y yo decidimos menos sobre nuestros actos, sobre nuestro dinero, sobre nuestro esfuerzo. Cada día, el monopolio gubernamental de los medios de comunicación es mayor, la necesidad de licencias, permisos, el pago de tasas, es más aplastante, y no nos damos cuenta. ¿El secreto? El mismo que para cocer ranas: subir la temperatura poco a poco.
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