En
los últimos dieciséis años es fácil advertir el esfuerzo de algunos por
reescribir, a su gusto y paladar, algunas páginas de nuestra historia. El
esfuerzo constante por catalogar al gobierno de Chávez como democrático,
participativo y progresista; pero sobre todo que le otorgo voz y voto al pueblo
venezolano. La parcialidad en la descripción de lo efectivamente sucedido el 4
de febrero con su fallido golpe de Estado, otro. No sin razón ha dicho Jaime
Delgado Martin, con la clarísima visión de su filosofía de la historia, que “el
comprender histórico apunta, pues, a un objetivo más alto que la exacta
reconstrucción de los hechos, y requiere un especial entendimiento de ello y su
dinamismo; en definitiva, una peculiar sensibilidad intelectual, o sensibilidad
histórica, que haga devenir la historia una verdadera y autentica explicación
comprensiva del objeto que se le asigna”.
Ocurre,
como también, sostiene la historiadora canadiense Margaret MacMillan, “la
historia puede ser útil, pero también peligrosa. Por ello es sabio mirarla no
como pila de hojas muertas o como una colección de cosas polvorientas, sino
como una pileta, a veces benigna y otras veces sulfurosa, que yace bajo el
presente estructurando silenciosamente nuestras instituciones, nuestras formas
de pensar y nuestros gustos y disgustos”.
Pese
a que normalmente tendemos a mirar más hacia el futuro que hacia el pasado, la
historia puede ser usada de muchas maneras. Incluso para justificar el
presente. Algunos hombres y líderes políticos suelen recurrir a la historia
para definir y fortalecer sus propias visiones y personalidades. Así, Stalin,
en su ansia para fortalecer su propia dimensión, solía compararse con Iván el Terrible y con Pedro el Grande.
Saddam Hussein se veía -a la vez- parecido a Stalin y Saladino. El último sha
de Irán creía tener alguna identidad con Ciro y Dario. Y hasta Mao llegó a
establecer sus propios paralelos con el emperador Qin, aquel que unificara a
China doscientos años antes de Cristo. Entre nosotros, el esfuerzo constante
del fallecido, autoritario y contradictorio, Hugo Chávez por tratar de
conseguir un alto grado de identidad con el dictador cubano Fidel Castro, y
mantener a Cuba como objetivo en su mira ideológica.
Los
políticos autoritarios, que no obstante saben bien cuál es la verdad, suelen
recurrir a la deformación tendenciosa de la historia para tratar de justificar
su conducta. Lo hizo Robespierre en tiempos de la Revolución Francesa. También
Pol Pot, en la martirizada Camboya, en los años 70. Y el mencionado emperador
Qin, de China que llegó a ordenar la destrucción de todos los documentos
históricos y decidió enterrar a los historiadores que pudieran recordarlo,
antes de escribir su propia “historia oficial”. Luego, ya en tiempos del
colectivismo, vendría la tremenda Revolución Cultural de los Guardias Rojos,
que emitió ese duro proceder. La mágica Ciudad Prohibida, en Pekín (Beijing),
se salvó de la destrucción por que Chou En Lai, a último momento, decidió
protegerla. Hoy las más altas autoridades chinas reciben allí-entre muros
milenarios-a sus visitantes más importantes con un protocolo que, adquiere
perfiles cuasi imperiales. Las deformaciones caprichosas de la historia son
condenables, porque nadie es dueño de la historia, que a todos nos pertenece.
Sixto
Medina
sxmed@hotmail.com
@medinasixto
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