En
los meses pasados buena parte del debate político en América Latina se ha
centrado en ver como el declive económico impactaría en la política y en el
desempeño de los gobernantes regionales. Se dijo, por ejemplo, que las
restricciones presupuestarias, que ya se están notando, darían paso a
elecciones más competidas, como en Brasil, pese a que de momento las opciones
de triunfo de los candidatos oficialistas siguen siendo superiores a las de los
opositores.
También
se argumentó, con razón, que otro impacto añadido de las dificultades
económicas iba a ser el declive de los gobiernos largos, bien de personas o
bien de partidos, que prácticamente habían sido la norma en la mayoría de los
países de la región. Este debate ha entroncado con el tema de la reelección. En
los últimos 15 años hemos escuchado numerosas voces justificando la necesidad
de que los políticos puedan ser reelectos si esto implicaba satisfacer la
voluntad popular.
Ya
se sabe, la voz del pueblo es la palabra santa que todo lo legitima,
incluyendo, por ejemplo, la introducción de la reelección indefinida. Fueron
muy pocos los países que pudieron resistirse a la oleada reeleccionista,
destacando, entre ellos, México, que por razones históricas claramente
entroncadas con la herencia revolucionaria (“sufragio efectivo, no reelección”)
no podía dar un paso en esa dirección.
Desde
no hace mucho tiempo y con insistencia renovada se han escuchado voces en
sentido contrario, cuestionando las virtudes de las reformas constitucionales
de fines del siglo XX y principios del XXI que han girado centralmente en torno
a la reelección. Bello en The Economist y Eduardo Posada Carbó, en El Tiempo,
se han ocupado recientemente del tema. Posada Carbó, iba más lejos, al
recomendar salir de la reelección, como en Colombia. Por eso concluía de forma
tajante, la reelección es “una institución que desinstitucionaliza”.
En
el mismo artículo de El Tiempo se aludía al caso chileno y al deseo de los ex
presidentes Ricardo Lagos y Sebastián Piñera de volver a ocupar el cargo que en
algún momento tuvieron que dejar a consecuencia de una legislación que no
permite la reelección consecutiva pero sí la alterna. Más allá de las
peculiaridades de Chile, el deseo, o la imposibilidad, de los ex presidentes de
mantenerse o volver al centro de la arena política es una constante regional.
En palabras de Felipe González, se trataría del síndrome del jarrón chino,
cuyos efectos aumentan en sistemas fuertemente presidencialistas como los
latinoamericanos.
El
caso de Ricardo Lagos también entronca con otro problema del continente, la
débil o escasa renovación de las elites políticas, un fenómeno más visible en
algunos países que en otros. Rogelio Núñez, en Infolatam alertaba del regreso
de los viejos presidentes. El adjetivo no se refería tanto a los ex que quieren
volver, que también, como a aquellos políticos septuagenarios incapaces de dar
un paso al costado.
RICARDO
LAGOS CHILE
Ricardo
Lagos, ex presidente de Chile, prepara su regreso
Si
bien el personalismo y el caudillismo están detrás de todas estas cuestiones la
debilidad institucional en América Latina agrava el problema. Sin embargo, en
este terreno no sólo hay que hablar de las instituciones públicas o estatales,
sino también, y muy especialmente, de los partidos políticos. No se trata de un
fenómeno particularmente visible en América Latina, como se observa en Europa y
otras partes del mundo, aunque sí preocupa mucho en aquellas latitudes.
Una
gran herencia del PRI mexicano fue la institución del “dedazo”. El presidente,
en funciones de gran elector, decidía la identidad de su sucesor. Hoy en muchos
países de la región los partidos, o lo que queda de ellos, se han convertido en
rehenes o en meras herramientas al servicio de los presidentes. Uno de los
casos más significativos es el del peronismo que por perder hasta ha perdido
prácticamente su nombre, por más que sea un activo que nadie quiere dilapidar.
Por eso se ha decidido que las candidaturas peronistas para las próximas
elecciones se presenten bajo el paraguas de Frente para la Victoria (FPV), como
forma de preservar el colosal legado de la presidente Fernández.
Los
gobiernos largos, las reelecciones (consecutivas, alternas o indefinidas), el
personalismo y el caudillismo poco han hecho para consolidar a las democracias
latinoamericanas. Ni el populismo de los Menem, Fujimori o Bucaram, ni el de
los Chávez, Kirchner, Morales o Correa, han permitido avanzar en este sentido.
Ninguno de esos gobiernos ha reforzado el papel de los parlamentos ni de otras
instancias de control, ni ha dotado de mayor independencia al Poder Judicial.
Por el contrario, sus medidas han ido dirigidas a reforzar al presidencialismo.
La
gran derrotada de los últimos 15 años ha sido la alternancia. Es obvio que para
que ésta funcione tiene que haber sistemas de partidos eficientes y una
oposición fuerte que sea una verdadera alternativa a los gobiernos en
ejercicio. Algo que no siempre ocurre. Pero debería ser obligación de los
gobiernos garantizar los derechos de las minorías, lo que generalmente tampoco
sucede. Para poder hacerlo realidad es necesario que los políticos que ganan
elecciones, aunque sea con porcentajes claramente mayoritarios, piensen que
están en sus cargos por un tiempo ilimitado y que no son monarcas republicanos.
Es decir, que no han llegado al poder para quedarse o para gobernar los
próximos 500 años.
Carlos
Malamud
cmlamamud@geo.uned.es
@CarlosMalamud
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