En
tiempos de crisis, esta sociedad legitimó el nacimiento de una secuencia
interminable de planes sociales. Las circunstancias angustiantes de ese momento
hicieron creer a todos que solo el Estado podría canalizar la asistencia a los
más necesitados. A pesar de lo refutable de esa afirmación, la comunidad aún
desconfía de la gente y piensa que el gobierno puede ser eficiente en ese rol,
aunque ya demostró reiteradamente su impericia.
Lo
cierto es que el "virus" de la ayuda social, penetró en el sistema
como un implacable veredicto. Muchos sostenían que la coyuntura ameritaba esa
acción y soñaban, ingenuamente, con que esta medida sería transitoria. No
tomaron nota de que acababan de engendrar un instrumento brutal que a la
política le resolvería su tarea electoral durante una larga temporada.
Un
beneficiario de un plan social, es un voto casi cautivo, alguien a quien se
puede amenazar con quitarle ese discrecional apoyo. Intuitivamente, el que recibe
esa limosna cree que dispondrá de ella mientras gobiernen los que están, y que
cualquiera que los suceda puede arrebatársela. Claro que tiene razón. No existe
motivo alguno para suponer que semejante despropósito deba ser eterno, por lo
que la continuidad se constituye en una virtud.
Ese
amparo fue útil en situaciones difíciles, aun sirve en el corto plazo y además
se lo recibe sin necesidad de una contraprestación. Aparentemente, no existe
mejor dinero que el que se obtiene sin esfuerzo. El que lo percibe sabe que eso
es irracional y por eso teme por su interrupción.
Es
importante identificar a los actores que protagonizan esta historia. Por un
lado están los que otorgan estos favores a cambio de nada. Se trata de la clase
política, esa que sin escrúpulos, quita recursos a unos para dárselos a otros,
y sin pudor, justifica ese saqueo escudado en una suerte de sensibilidad, que
claramente no tiene, pero de la que se ufana.
Es
evidente la inmoralidad de esa casta corporativa que sigue utilizando con
descaro una herramienta tan confiscatoria como arbitraria. Lo hacen para lograr
popularidad, acompañamiento electoral y someter a los votantes aplicando el más
cruel de los instrumentos a los que se puede apelar para conseguir respaldo en
los comicios. Los dirigentes políticos que sostienen este perverso engranaje no
merecen respeto alguno.
Lo
que realmente sorprende es la existencia de un sector de la sociedad,
significativo en número, que es el de los saqueados, ese que trabaja sin
descanso, ese que aporta los recursos para que semejante dislate se pueda
concretar y que, paradójicamente, apoya la vigencia de este mecanismo.
No
lo hace con convicción, sino con una hipocresía difícil de comprender. En
público dice entender la necesidad de este tipo de programas sociales, pero en
privado despotrica contra su esencia. Sin lugar a dudas, esa actitud no solo es
absolutamente incorrecta, sino que además es tremendamente funcional a la
continuidad indefinida de este desmadre.
Pero
lo paradójico proviene de quienes son supuestamente beneficiados por este
sistema de distribución. Ellos reciben dinero solo por ser pobres. Tener
inconvenientes o necesidades insatisfechas, los ha convertido en destinatarios
naturales de esos fondos que previamente han sido detraídos de los que lo han
generado genuinamente con sacrificio.
Lo
que ese grupo no percibe, es que esta ventaja presunta se ha convertido en una
verdadera cárcel. Un individuo que no hace sacrificio alguno por conseguir su
sustento, se convertirá irremediablemente en un parásito, en una persona
indigna, en alguien que solo merece ser auxiliado.
Eso
equivale a decir que no se puede valer por sí mismo, que no sirve para nada,
que es un absoluto inútil, y es esa la más contundente condena a la que ha sido
empujado, hacia ese abismo de invalidez total.
El
cree que lo han ayudado, puede pensar inclusive que es un privilegiado. Después
de todo, sin esfuerzo alguno recibe recursos. Parece una ecuación muy
favorable, pero su castigo es superior a lo que puede percibir. Desde ahora
será estigmatizado y difícilmente saldrá indemne de ese proceso.
Una
parte importante de la sociedad lo identificará como una lacra social, como un
individuo que no produce y que vive a expensas de los otros. Su dignidad como
persona no tiene valor alguno para los demás.
Pero
no es eso lo más grave, sino lo que terminará sintiendo por sí mismo. Lejos de
sentirse un pícaro ganador de este tiempo, pronto tomará nota de que se ha
invalidado, que no es útil para producir nada, que es incapaz de generar
recursos, que nadie le ofrecerá trabajo porque ya no tiene ninguna habilidad
que mostrar, y que es su peor versión como individuo.
La
perversidad de este sistema no solo descansa en la crueldad de la clase
política que la sostiene para preservar ese clientelismo electoral que tanto le
reditúa. También perdura en el tiempo gracias a la incomprensible complicidad
de una sociedad que con su silencio y pasividad no repudia como debiera esta
aberración cotidiana.
A
no dudarlo, las personas a las que se ha pretendido socorrer, son las
principales perjudicadas. Tal vez aun no lo comprendan, pero han quedado fuera
de todo circuito virtuoso gracias a estas absurdas políticas. Serán pobres de
por vida. Nunca podrán siquiera soñar con un destino diferente. Porque de la
pobreza se sale trabajando, con sacrificio, con méritos propios, con esfuerzo y
no con dádivas. Ellos han sido condenados a la ayuda social.
Alberto
Medina Méndez
amedinamendez@arnet.com.ar
@amedinamendez
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