Quienes
tuvimos la suerte de incorporarnos a la industria petrolera antes de o durante
la etapa que la Shell llamó “de la venezolanización” en los años 50, pudimos
convivir con el personal expatriado perteneciente a esas organizaciones
internacionales, quienes venían de haber trabajado en sitios lejanos del mundo
con extraños nombres y que, además había participado en la segunda guerra
mundial por haber estado en las fuerzas armadas de los países aliados.
Oíamos
de Borneo, Indonesia, Sumatra y las Filipinas en Asia, así como de otros sitios
en todos los confines del mundo en el que participaban las empresas del
petróleo. Oíamos de cómo esos parajes eran áreas atrasadas económica y
socialmente y de cómo era la vivencia en esas comunidades y nos comparándonos
positivamente para nosotros, dado el ambiente de cierto crecimiento de nuestro
país y teniendo en cuenta las diferencias de desarrollo social entre ellos y la
realidad de progreso que comenzaba a darse en nuestro país como resultado de la
actividad petrolera. Oíamos anécdotas de cómo, camino de regreso durante
vacaciones a sus países de origen en Europa, pasaban por Hong Kong, en donde en
un día les hacían un flux. Oíamos de sus pesadillas producto de sus vivencias
relacionadas con los horrores de la guerra en la cual participaron. Vivíamos su
satisfacción por disfrutar de un ambiente mucho menos rígido que aquel que
existía en sus países de origen y también de su apego a nuestro modo y a la
calidad de vida que se iba desarrollando, hasta el punto de que muchos
decidieran quedarse al final de su vida de trabajo.
De
hecho, nuestra industria petrolera mantenía y significó hasta el final del
Siglo XX una confrontación permanente en el país entre el mundo desarrollado y
el subdesarrollado: solo una cerca que separaba ese mundo industrial
desarrollado que aplicaba los más exigentes parámetros de la actividad
operacional, de nuestro mundo subdesarrollado. Interesante notar igualmente que
los que tenían en sus manos la dirección política de la industria desde los
cargos y poderes públicos, nunca conocieron ni supieron de estas realidades, ni
parece haberles importado. Pensaban que el país tenía la razón en su enfoque
reductor de la actividad petrolera y en la necesidad de ir a su estatización
como paso indispensable para el desarrollo del país. Triste y equivocada
actitud y consecuente decisión.
Habiendo
leído y oído de esos sitios remotos con nombres raro, de los cambios logrados
mientras nosotros pretendíamos ser los reyes del petróleo y con la imborrable
vivencia, después de haber visitado y comprobado personalmente la realidad en
esos sitios remotos, necesariamente tenemos que concluir que después de
nuestros cien años de explotación petrolera nuestros gobernantes araron en el
mar: desperdiciaron las alternativas.
Los
mercados se nos han ido, la producción y sus actividades colaterales no son ni
la sombra de lo que pudieron ser, las “mayores reservas petroleras del mundo”
siguen y que por el camino que vamos seguramente continuarán en el subsuelo. Un
país que pudo convertirse en lo que se han convertido esos sitios remotos de
antes con nombres raros, ahora es una parcela del mundo que comienza a ser
vista como lo que es: un país inseguro desde cualquier perspectiva, con
inmensos problemas sociales y con un futuro difícil de predecir, pero que sin
duda estará lleno de malos ratos tanto para los jóvenes que buscan un futuro
como para quienes ya no lo somos ni lo tendremos. Tristísima pero cierta
realidad.
Caracas,
Julio de 2015.
Odoardo
León-Ponte
odoardolp@gmail.com
@oleopon
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