Mi nota de la semana
pasada ha tenido una reacción que, si esperada, no deja de sorprenderme.
Curiosamente no recibí mensajes no solo exponiendo desacuerdos, sino también
los histéricos señalando mí ya clara y desenfrenada locura. Ese silencio me
intriga. Recibí algunos que, si bien fueron pocos, provenían de gente de grueso
calibre afirmando: "Yo pienso igual pero no sabía esto era anarquía."
De hecho, también a mí me sorprende, pues es algo contrario a mis
inclinaciones. Leí con profundidad a Joe Sobran para narrar este proceso.
Pero veamos de dónde
vengo.
El proceso se inicia
durante mi niñez en mi estado de Sonora en los ranchos de mi abuelo, continuaba
en el Tec de Monterrey en donde recibía mi educación universitaria. Proseguía
cuando mi carrera como banquero me llevara a residir en México DF, Hermosillo,
Guadalajara. Después en mi arribo a los EU en donde realmente madurara como
pensador liberal. Conocería luego hombres que me inspiraran como Art Laffer,
Gordon Tullock, Milton Friedman, Paco Gil Díaz, Pedro Aspe y muchos otros.
Dese muy pequeño
adquirí un profundo respeto por la autoridad. Con padres sumamente
conservadores, estrictos y educado en colegios católicos, nacía en mi algo que
me afectaría durante gran parte de mi vida, un complejo de culpa. Crecí con la
idea de que si había algo en lo que podía confiar, era mi gobierno. Sabía que
era fuerte y benévolo, aunque yo mismo no entendía mucho acerca de él. La idea
de que algunas podrían derrocarlo me llenaba de horror.
Sin embargo, como en
todas las familias de clase acomodada, se criticaba con fiereza a esos
gobiernos emanados de la revolución. Una revolución que, en realidad había
destrozado el país. Como nieto de uno de los más prominentes ganaderos de
Sonora, fui testigo de la constante lucha de mi abuelo contra ese adefesio
nacido de la revolución, la reforma agraria. No entendía por qué a mi abuelo le
arrancaban los frutos de su trabajo que hubiera logrado a base de sudar de sol
a sol, no con favores de ese gobierno expropiador, como se hacen las fortunas
en el presente.
A medida que crecía,
mi patriotismo sufría una transformación y me tomó mucho tiempo darme cuenta de
que era opuesto al de muchos mexicanos. Me transformé en un conservador
filosófico, con una fuerte inclinación libertaria. Creía en el gobierno, pero
tenía que ser un gobierno “limitado” – limitado a unas pocas funciones
legítimas, tales como la defensa ante amenazas externas y la policía en casa.
Yo aceptaba eso por la influencia de escritores como Ayn Rand o Henry Hazlitt,
cuyos libros leía durante mi época en la universidad.
Aunque me desagradaba
el ateísmo de Rand, de algún extraño modo revivía mi catolicismo residual. Yo
ya había leído a Santo Tomás de Aquino y comprendía sus mantras aristotélicos.
Todo ha de tener su propia naturaleza y limitaciones, y eso incluye al estado;
la idea de un estado que crece constantemente, sin límites, que demanda cada
vez más del ciudadano y, si no recibe, arrebata, me ofendía. Eso sólo podría
acabar en tiranía.
También me atrajo
poderosamente los escritos de Bill Buckley, un católico confeso que tocaba las
mismas notas aristotélicas. Más que cualquier doctrina particular, fue ese
sentido aristotélico de los “límites racionales” lo que me convirtió en
conservador.
Durante la época de
Reagan, gozaba observando la economía de la oferta, la guerra contra las
estúpidas regulaciones y sus burocracias, la privatización de programas de
bienestar, pero también sentía se evadía el tema principal: el de los
principios. No pude darme cuenta de que el movimiento conservador estaba más
interesado en victorias republicanas que en principios. Y aunque lo vi no pude
comprender lo que eso significaba.
De todos modos, lo
último que me pasaba por la mente era convertirme en anarquista.
Inicié agresivas
críticas a los gobiernos de México y EEUU por igual.
México en 1917 tiraba
al cesto de la basura su constitución liberal de 1857 que, presionado por los
liberales puros, el presidente Cominform se vio obligado a promulgar. Una
constitución de una hermosa pureza liberal la cual, al estilo mexicano, nunca
se respetó. De esa forma, en el constituyente de Querétaro se promulgaba la de
1917, un documento de corte totalmente socialista estableciendo el reparto
agrario, la propiedad privada sujeta el bien común, educación socialista
monopolio del estado.
Años después,
Echeverría y López Portillo destrozaban la moneda y con ella hipotecaban el
país. Este par de apátridas, en medio de sus locuras, se daban a expropiar
activos de la sociedad civil como fue el destrozo del Valle del Yaqui y, la
joya de la corona, el robo de la banca en 1982. Los orates le apostaban al
petróleo pensando que, como en México, su precio jamás se desplomaría por lo
que había que prepararnos para manejar la abundancia. En Septiembre de 1982, el
secretario de Hacienda, Jesús Silva Herzog, se presentaba en Washington para
informar de la quiebra del país.
Descubrí que el estado de bienestar,
principalmente el legado del New Deal de Franklin Roosevelt, violaba los
principios del gobierno limitado y eventualmente tendría que cancelarse. Pero
estaba de acuerdo con otros conservadores en que, por el momento, lo urgente
era detener la amenaza global del comunismo. Puesto que yo consideraba la
“defensa” como una de las tareas legítimas del gobierno, pensaba que la Guerra
Fría era una necesidad, el precio por la libertad. Si en algún momento la
amenaza soviética cesaba, podríamos reducir radicalmente el presupuesto militar
y volver a la tarea de desmantelar el estado de bienestar.
En algún momento, al
final del arco iris, EU retornaría a los principios sobre los que se fundó. El
Gobierno Federal sería contraído, portaría unas cuantas leyes serían consciente
que, más leyes es solo presagio de más corrupción, los impuestos serían
mínimos. Eso era lo que se esperaba.
Durante esos años
leía ávidamente literatura conservadora pensando que, siendo yo un converso
reciente, debía ponerme al corriente con ese movimiento. Daba por hecho que
otros conservadores ya habían leído los mismos libros y los tenían ya
incrustados en el corazón. ¡Seguro que todos deseamos lo mismo! Lo fundamental:
el conocimiento de que hay límites racionales para el gobierno. El buen
Aristóteles..
Poco a poco entendí
que las críticas conservadoras de la “interpretación no estricta”, tan común en
la jurisprudencia progresista, no eran lo fuertes que deberían ser. Casi todo
lo que los progresistas querían que hiciera el Gobierno Federal era
inconstitucional. La clave de todo, creía yo, era la Décima Enmienda, que
prohíbe al Gobierno Federal hacer nada que no le esté expresamente asignado en
la Constitución. Pero la Décima Enmienda se encontraba en estado de coma desde
el New Deal, cuando la Corte de Roosevelt prácticamente la suprimió.
En esos momentos
moría el "We the people, y nacía el, "I the State."
Ricardo Valenzuela
chero@refugioliberal.net
@elchero
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