“La
política sin un principio, un desarrollo y un final, sin exposición ni
catarsis, sin gradación ni capacidad de sugestión, sin la trascendencia que
desarrolla un drama real, con personas reales, para dar un testimonio sobre el
mundo es, en mi opinión, política castrada, coja y desdentada, por encima de todo, es una política que se da
cuenta de que los ciudadanos sin teorizar, como lo hago ahora saben
perfectamente si las acciones políticas tienen una dirección, estructura, una
lógica en el tiempo y el espacio, o si carecen de estas cualidades y no son más
que las respuestas circunstanciales al azar”. (Václav Havel).
Ubicando
algunas pistas…
Quienes ignoran todo de la Etología, no sólo
se engañan en su concepción del mundo animal, con frecuencia a la del
irreflexión de las bestias, heredada del racionalismo moderno, sino que suelen
ser víctimas, también, de un espejismo no menos frecuente y acaso más grave: el
de suponer que nuestra propia especie se ha constituido don a un ejemplar salto
en el vacío “salto a la reflexión”, lo llaman algunos; la aparición del reino
de la noosfera, dice el padre Teilhard de Chardin), cuando no mediante una
suerte de participación directa en el espíritu divino; participación de la que
es responsable Dios mismo; en todo caso, un buen día el mundo presenció
asombrado nuestra emergencia, convertidos ya en este bípedo implume y pensante,
ya hace mas de una década en la revista critica El Catoblepas, el filósofo
Alfonso Fernández Tresguerres, nos alerto de:
“Los arreglos de los políticos humanos no se alejan tanto de las
coaliciones observadas entre chimpancés”. Darwin y los etólogos nos
despertaron, sin embargo, de este dulce sueño al menos a aquéllos dotados de un
dormir más inquieto. Hoy sabemos que somos animales y que sólo con la mirada
puesta en el nos será posible decir algo atinado sobre nosotros mismos, lo que
no implica arrojarnos en brazos del reduccionismo etologista, en el que toda
diferencia significativa acaba por disolverse en las semejanzas. Si de lo que
se trata es de saber quiénes somos, tenemos que ser capaces de subrayar las
diferencias sobre el fondo de las similitudes. Por ejemplo, en esto de la
política.
La sociedad política ni aflora de la nada ni
es un legado de los dioses, sino el resultado de la transformación de la
sociedad humana natural; pero lo que sea ésta no puede ser determinado más que
en confrontación con las sociedades originarias presentes en el mundo animal,
particularmente en los primates. Por supuesto, es obvio que el paso de la sociedad
natural a la sociedad política, y la sociedad política misma, son el resultado
de complejos factores económicos, jurídicos o morales; elementos todos ellos
culturales en sentido objetivo, que sólo por vía de pura especulación forzada
podrían ser atribuidos a los animales. Por ello, quedarnos únicamente con las
semejanzas puramente formales que el juego político humano presenta con
determinados comportamientos detectables en el mundo animal, sería, sin duda,
extravío imperdonable y renuncia expresa a entender nada sustancial. Pero
ignorarlas, resultaría, acaso, ineptitud no menos culpable. Voy a confinarme a
un simple ejemplo, pero sorprendente.
En los años ochenta, el etólogo Frans de Waal
dio a conocer un interesante estudio titulado (La política de los chimpancés).
El título, por lo que acabamos de decir, resulta probablemente excesivo: en los
antropoides no hay ni puede haber política. En cualquier caso, en el grupo de
primates estudiado por Waal hay tres machos adultos enfrentados en una
permanente lucha por el poder. Luit es el macho alfa, Nikkie el beta y Yeroen
el gamma. Eso significa que Luit puede dominar a cualquiera de los otros dos
individualmente, aunque no hacer frente a una coalición entre ellos; Nikkie,
por su parte, puede dominar a Yeroen, pero no a Luit; por último, Yeroen está
condenado a ser el tercero; pero eso, paradójicamente, le convierte en el más
influyente de los tres, porque tanto Luit como Nikkie han de ganárselo como
aliado si quieren alcanzar el poder. De manera que la fuerza de Yeroen radica
en el hecho de que con su actuación puede decidir quién será el líder del grupo
(en llave, se dice en nuestra jerga política). Finalmente, el “débil” Yeroen
decide dar su apoyo a Nikkie, pero amenazando siempre con abandonarle y
establecer una coalición con Luit. Es la “dictadura del tercero”: cortejado y
agasajado por los otros dos, él es, realmente, quien manda, quien domina a los
otros; a uno, con la amenaza de destronarle; al otro, con la coquetería de la
mujer deseada que, sin acabar de entregarse, promete, no obstante, dulzuras sin
fin.
La anéctoda es un caso característico de
coalición en tríadas: concretamente, el número 5 de los ocho tipos básicos
estudiados por Theodore Caplow en su obra.
Dos contra uno: teoría de coaliciones en las tríadas. Se trata, sin
duda, de una de las situaciones más características y frecuentes en el juego
político humano. Los lectores, siempre más diestros en política que quiénes
pretenden aleccionarlos, pueden ocuparse en la instructiva tarea de efectuar la
traducción pertinente: para ello apenas necesitamos en el país solo cambiar
algunos nombres propios. Naturalmente, no hace falta indicarle que el conflicto
puede resolverse de otro modo, pero lo interesante es que siempre es el
individuo C (Yeroen) quien decide: puede optar por unirse a B (como en el caso
que nos ocupa), pero también por coaligarse con A, o con ninguno, y en este
caso será quien tenga el control de la inestabilidad reinante, o también puede
adoptar la estrategia de apoyar a cada uno de los otros en según qué
circunstancias (en “temas puntuales”, como se dice). Sea como sea, él manda. Y
simulará no hacerlo. Y simulará que en todas sus decisiones no le guía otro
beneficio que el bien la (“estabilidad del país”). Como ha escrito François de
la Rochefoucauld: “El interés habla toda suerte de lenguas y representa toda
suerte de personajes, incluso el del desprendido”.
Pedro
R. Garcia M.
pedrorafaelgarciamolina@yahoo.com
@pgpgarcia5
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