La sociedad contemporánea se ufana de vivir
bajo el amparo de sistemas democráticos. Sin embargo, los hechos cotidianos
ofrecen una refutación contundente difícil de cuestionar.
La democracia supone una significativa
participación ciudadana y aspira a ser el gobierno de todos, del pueblo. Lo
cierto es que el sistema de selección de candidatos solo muestra el enorme
poder de una corporación política que conforma una suerte de oligarquía
moderna.
Los postulantes a ocupar cargos políticos se
deciden entre cuatro paredes. Un minúsculo grupo de personas, de forma
discrecional, determinan quiénes integrarán las listas de candidatos.
Este fenómeno ocurre en los partidos
políticos pequeños pero también en los más grandes. En los más importantes es
más trascendente aún, porque allí se eligen a quienes ocuparán efectivamente
esos lugares de poder al ser electos y ya no solo quienes la integran por
honor, de un modo testimonial.
A muchos les encantaría vivir en democracia,
pero el presente propone una gran e hipócrita parodia que utiliza los supuestos
encantos de un sistema para llevar adelante la más perversa manipulación a la
que una sociedad puede someterse.
La escena es simple. Un conjunto de
individuos, de un modo arbitrario, asume la delegación implícita de un sector
de la política, y en su representación, sin mediar mecanismo alguno que los
valide, se dedica con ahínco a la tarea de decidir quiénes se postularán,
descartando al resto.
Apelan, en el mejor de los casos, a supuestas
herramientas técnicas que le brindan soporte a sus decisiones. Un puñado de
encuestas de opinión le dirán quienes son buenos candidatos y cuáles no merecen
esa oportunidad porque no tendrán el suficiente acompañamiento en las
elecciones.
En los casos más extremos, aunque no por ello
menos abundantes, esa iluminada labor de armar las listas recae en una sola
persona. Será su bolígrafo el que escriba la nómina definitiva que se
presentará oficialmente.
La osadía de la corporación política no tiene
límite alguno. No solo determina autoritariamente los nombres de las personas
que figuraran en la lista madre, aquella sobre la que todos los ciudadanos
tendrán que decidir, sino que se entromete en cuanto distrito menor se lo
permite.
Así, esa camarilla inmoral, impone sin
descaro, los nombres de los postulantes en provincias y municipios distantes,
priorizando a los aduladores, esos que luego obedecerán las instrucciones de la
“mesa chica”.
La idea no es proponerle a la sociedad a los
mejores, a esos que se prepararon para gobernar. Solo se trata de reclutar a
sujetos dispuestos a acatar, sin chistar, las órdenes del mandamás de turno.
Este esquema no es patrimonio exclusivo de un
partido político. Es solo la resultante de la dinámica que se ha impuesto por
usos y costumbres en casi todas las agrupaciones políticas. Claro que los
afiliados no podrán opinar.
El “gremio” sabe que este funcionamiento le
permite expulsar a los librepensadores. Ellos son demasiado peligrosos para los
intereses de la cofradía porque podrían poner en riesgo muchos de los
privilegios que ha logrado la actividad. Nadie que opere de un modo autónomo e
independiente resulta funcional, ni compatible con la gran política.
El panorama no es alentador, sobre todo
porque quienes controlan el poder cuentan con la legitimación que le otorga una
sociedad que los valida con miles de votos. Es ese aval cómplice el que luego
usarán para decir que ellos cuentan con apoyo ciudadano y actúan en nombre de
la gente.
Es así que el círculo vicioso que han logrado
diseñar se convierte en esta pantomima de democracia que esconde una forma de
gobernar mucho más cruel, injusta e imperfecta. Es, a todas luces, el gobierno
de unos pocos.
Frente a estos atropellos la ciudadanía se
siente indefensa. Los valientes que se animan a enfrentar a la secta serán
derrotados por esa partidocracia que abusa de los dineros públicos, esos que
vuelca a las campañas políticas obscenamente sin que nadie tome nota, ni se
inmute demasiado.
Será difícil torcerle el rumbo al poder. Han
generado muchos anticuerpos para evitar que los aventureros tengan éxito. Se
aseguran a diario de que no puedan ingresar a sus partidos, y si eventualmente
lo logran, los segregan a gran velocidad. Saben como hacerlo rápida y
efectivamente.
Los que no logran ser parte de su círculo, no
deciden absolutamente nada y si se atreven a confrontar sus decisiones, son
aplastados en los comicios con las herramientas que disponen imponiéndose a
través de sus aparatos políticos e indecentes campañas.
La salida no parece sencilla. El primer paso
imprescindible, es advertir el problema, identificarlo y darse cuenta de lo que
sucede. Luego, con esa información debidamente procesada y comprendida, vendrá
el tiempo de analizar cuáles son las debilidades del sistema que montaron, para
intentar entonces jugar con sus pérfidas reglas y ganarles en su propio
territorio.
Claro que no se trata de una empresa
sencilla, sin sacrificios. Pero jamás se lograron grandes cambios en la
humanidad de otra manera. Si no se está dispuesto a hacer ese importante
esfuerzo, pues entonces la democracia será invariablemente una ilusión y
gobernará la oligarquía de siempre.
Alberto Medina Méndez
amedinamendez@arnet.com.ar
@amedinamendez
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