Las calles de
Venezuela sin distingo de nacionalidad, ubicación geográfica u otras
excentricidades, están llenas de gente que lleva o trae alguna bolsa. Es más,
tal performance se ha convertido en expresión de éxito personal y social, en
orgullosa exhibición, y si acaso llegaran a llamarte bolsiclón deberás sentirte
antes que ofendido, honrado.
No me referiré a las
colas pues ni en su acepción vial o animal, ni tampoco pedestre, en la que dándonos la espalda unos a otros,
en fila india de hormigas amaestradas, desfilamos hacia nuestro destino
vergonzante. Así que más que sobre las colas discurriré sobre las bolsas que cual botín pirata se
terminan rebuscando en el mercado de la casualidad.
Aquí entonces resulta
que, por obra y desgracia del castro-socialismo vernáculo, bolsa, en la
dialéctica de las contradicciones, es pariente cercano al éxito, al logro, a
poder de compra, a la prosperidad, y no son sino expresiones del orgullo social
y patrio que nos embargan, y si no, tómele usted la foto, perdón que está
prohibido, a la cara de orgullo de la gente que sale del mercado con un par de
estas tripas transparentes sobre la grupera, envidia de los demás colíferos
mortales, que ni el mismo Don Juan Ramón Jiménez en su “Platero y Yo” imaginó
en lo que de insólito y denigrante tiene tal desprecio para un jumento que se
estime.
A todas éstas, soy
proclive a pensar que esta realidad requiere del análisis científico, en el que
el tema de las colas, por ejemplo, sea abordado por la Sociología y si no que
lo diga Lipotevski, sí, Gilles, y el de las bolsas por la Psicología Social que
ha dado algunos pasos en tal sentido a través de los descubrimientos de la
Teoría de la Comparación Social o de la Disonancia de Festinger. Ni siquiera
Cortázar, con todo lo argentino que se quiera, logró en “La Autopista del Sur”,
afrancesado cuento, describir lo que podían tutearse la necesidad y la
genuflexión.
Más volviendo al
terruño, no quedan dudas de que el asunto no está tanto en la cola como en la
bolsa, la que en definición marxista pudiera ser concebida como una mercancía,
pero que en nuestro caso, más allá de su valor de uso y de cambio, habría que
agregar otro, su inusitado estado de revelación, de Dios existe, carnet de
membrecía del jet set consumista.
El que ostenta una
bolsa, sin distingo de clase, raza, religión o preferencia política, en lo que
llena aquél macuto transparente, se transmuta, es persona distinta, echona
ella. Tal vez por eso sea que hay individuos que salen de su casa ya con las
bolsas llenas para que les pregunten, para sentirse henchidas de placer por el
reconocimiento social que despiertan en las vidriosas y envidiosas miradas del
prójimo ni tanto.
Allá en Cuba
balseros, aquí no más bolseros. Así estaremos de bien que aquél espantapájaros
filosófico que era Jean Paul Sartre lo expresó
iluminado en El Ser y la Nada: “el hombre es una pasión inútil”. La
bolsa o la vida diríamos más bien por aquí, en todo caso protagónicos.
Leandro Area Pereira
leandro.area@gmail.com
@leandroarea
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