Ni Lenin, ni
Mussolini ni Hitler asaltaron el Poder gracias a la arrolladora potencia de sus
propias fuerzas: se lo apropiaron, ciertamente, en medio de una crisis social
generalizada, pero cuyo efecto determinante sería el fracaso de los liderazgos
hasta entonces encargados de la defensa del sistema de dominación y la
preservación del establecimiento. Que se expresara en un doble sentido, como
bien lo subrayara el perspicaz analista alemán Sebastian Haffner: por el
fracaso de los liderazgos democráticos y la indignación, el asco y la repulsión
que dicho fracaso provocara en la ciudadanía. Incluso en sus propias masas de
respaldo, mayoritarias hasta la víspera misma de la catástrofe, que ante tanta
cobardía, tanta pusilanimidad y tanta vergüenza optaron por irse con el que
mostraba un mayor poder, mayor fuerza, decisión, voluntad y seguridad en si
mismo, así fuera el viejo enemigo que sus líderes debían haber ayudado a
combatir.
Si ello es
válido para los fascismos, tanto más lo es para los comunismos. Todas las
revoluciones marxistas, sin excepción ninguna, crecieron en el caldo de cultivo
del fracaso de los liderazgos y asaltaron el Poder con fuerzas siempre menores
que las del establecimiento reinante. Aprovechándose de las querellas
intestinas, los enfrentamientos fratricidas, los desacuerdos y riñas siempre
infinitamente menos significativas que el poder arrollador que conjuraron. Tras
todas las revoluciones yace la traición de los pocos y la pusilanimidad de los
muchos, la voluntad de algunos y la indecisión de los más. En una palabra: el
fracaso, el rotundo y ominoso fracaso de los liderazgos democráticos.
Más pueden la
psicología social y el análisis de la conducta de masas explicar tropiezos de
magnitudes colosales como las revoluciones, las guerras, los enfrentamientos
fratricidas que la ciencia política o la economía. Visto a posteriori,
pareciera que una leve modificación en los odios y rencores que enfrentaban a
los mayores y más carismáticos líderes de distintos partidos, grupos y
fracciones hubiera podido evitar los desastres que esos instintos y pulsiones
auto mutiladoras provocaran sobre el curso de la historia. Y ello tanto en el
pasado, como en el presente.
¿Qué razones
objetivas, indiscutibles, evidentes y sobre todo insuperables impiden que los
distintos partidos y sus distintas personalidades comprendan que todos ellos
tienen un enemigo común – el neo fascismo castrocomunista - que pone en riesgo
sus sistemas de vida y que acordar un entendimiento común para hacerle frente,
cancelar un sórdido ciclo de nuestra historia y hacernos a la construcción de
una Nueva Venezuela es un imperativo categórico de los tiempos que corren? ¿Qué
criterio superior esgrimen quienes se niegan a comprender que sólo unidas todas
las fuerzas opositoras podrían llevar a cabo el magno propósito de desalojar
del Poder a los invasores y recuperar la plena soberanía de la Patria?
Tras todas las
catástrofes de nuestra historia ha sombreado la desunión. Nos ha costado
cientos de miles de vidas, la devastación reiterada de la República, el
sufrimiento de millones de seres humanos, el impedimento material y espiritual
para alcanzar la suma posible de nuestras felicidades. Y aún hoy, tras más de
doscientos años de sufrimientos, las fuerzas medulares de nuestra libertad y
nuestra democracia se dejan desgarrar los anhelos unitarios por egoísmos y
mezquindades sin nombre.
¿Seremos estúpidos?
Antonio Sanchez Garcia
sanchezgarciacaracas@gmail.com
@Sangarccs
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