SIMON GARCIA |
El país está muy perturbado. No se recuerda en las últimas décadas de
nuestra historia, una agresión colectiva tan brutal como la que soportan los
que peregrinan buscando una medicina o se agolpan durante horas frente a
supermercados y bodegas esperando adquirir uno de esos productos escasos.
Perturbado significa estar inquieto. Y molesto, porque el orden de
nuestras vidas ha sido dislocado por un sistema de racionamiento que, a pesar
de su presunción tecnológica, es más ofensivo que la libreta cubana.
Hay un país perturbado, pero no aturdido. En las colas se oyen
explicaciones certeras sobre las causas y los responsables del
desabastecimiento, de la inflación y de la falta de divisas. Puede sentirse el
rechazo contundente a la cúpula gubernamental, el arrepentimiento de fieles
seguidores de buena fe o la queja amarga de los que no tienen para comprar la
cantidad que el local permite. La peladera los obliga a recortarse y quedan
inconformes.
No estamos aturdidos porque reflexionamos. Estamos adquiriendo un
renovado interés en lo que hacen los gobernantes, aprendiendo a valorar los
asuntos públicos, a comprender que las decisiones políticas afectan nuestra
vida personal y familiar. Y sobre todo, entre el descontento y la indignación,
pensamos sobre el aporte que podemos dar o el sacrificio que ofrecer para
encontrar las vías que nos permitan reconstruir un país para todos. O para casi
todos.
Una piedra en el camino es que hay grupos que no quieren abandonar sus
privilegios, sus negociados, sus corruptelas o incluso nexos con la economía
criminal. La presencia de estos grupos se ha detectado en otras naciones y sus
propios gobiernos han procedido a combatirlos. Pero aquí, estos pranes de
cuello blanco construyen una zona de impunidad. A esa irrisoria minoría de
boliburgueses no les interesa ni la reunificación de los venezolanos, ni la
transición para reformular y renovar instituciones que puedan alcanzar el
máximo bienestar posible con la mayor igualdad necesaria.
También hay indicios de que en la cúpula oficialista se está manoseando
una gran provocación para justificar la acentuación de su naturaleza
militarista, estatista y autoritaria. No le vendría mal al interés de
perpetuidad del gobierno, fabricar pretextos para no someterse a esa evaluación
que serán las elecciones parlamentarias.
La noticia a esclarecer es que parece que en el seno del PSUV y de la
Fuerza Armada Bolivariana existen sectores que no avalarán montajes para
abandonar las formalidades democráticas. Sectores que están dispuestos a
respetar la voluntad popular y a resguardar la dimensión democrática del empeño
revolucionario. Puede ser porque el carácter pacífico del proceso, aun con su
inestabilidad, no es una condición fortuita. Y si por ahora, nos cuesta
creerlo, propiciemos iniciativas para verificarlo.
Durante quince años una parte del país ha sido víctima de un feroz
bullismo de Estado. Manipularon para intentar presentarnos como agentes del
imperialismo, traidores a la patria, hijitos de papá o papás vendidos a la
burguesía. La ideología oficial enseñó a una parte de la población a odiar a la
otra; pero ahora esa parte está redirigiendo su rabia hacia quienes los
engañaron.
En una transición no habrá revanchismo. En primer lugar porque parte de
la nueva mayoría proviene de quienes
creyeron en el proceso revolucionario. Segundo, porque la oposición posee una
formación plural, dialogante y constructiva. Tercero, porque el interés
principal de las fuerzas democráticas es gobernar uniendo libertad, justicia
social y bienestar.
Mientras el clima del país se enrarece, el pueblo sigue en las colas. La
necesidad lo obliga. Allí cuenta sus desventuras, los episodios de su quehacer
cotidiano, proclama sus ilusiones, critica.
Y cuando surge el rechazo al gobierno, ya nadie responde con aquel
estribillo tan revelador de la ausencia de ciudadana: a mí, eso no me importa
Simon
Garcia
simongar48@gmail.com
@garciasim
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