PEDRO R. GARCÍA M. |
El Cambio tecnológico durante la última parte
de la Edad Media, del año 1000 a 1500, los artesanos y los empresarios
empezaron a utilizar la fuerza mecánica, primero del agua y después del viento.
A partir de entonces la fuerza del agua y el viento fue utilizada en una gran
variedad de procesos industriales, incluyendo textiles y manufacturas de
hierro, teñido, lavado, serrado, trabajos de metal, molienda y pulido.
En el
siglo XIII se empezó a mostrar interés en la utilización de la fuerza de gases
y vapores en expansión, primero para juguetes y luego para armas. Con el cañón
que era un motor de combustión interna de un cilindro, nació el antecedente de
este dispositivo moderno que utiliza carburante líquido en lugar de sólido.
La
maquinaria y la fuerza mecánica fueron primero utilizadas por la industria
lanera inglesa que contiguo con la extracción de mineral fue la primera
industria inglesa en proporcionar ejemplos de empresa de gran escala.
El
comercio exterior dio un jalon al surgimiento de políticas económicas
nacionales en forma de derechos sobre exportaciones e importaciones.
Implantándose reglas nacionales también para el precio de la cerveza y el
precio del pan para la protección del consumidor, así como medidas relativas a
la moneda y a las condiciones de trabajo.
El Estatuto de los Trabajadores de
1351 estuvo próximo a establecer tasas máximas de pago, y un acta de 1495
estableció lo que puede considerarse como un mínimo de horas de faena. Se
crearon provisiones para declarar ilegales las prácticas monopolísticas. En
vista de la prohibición medieval del interés, que ya comentáremos, estas
transacciones no asumían la forma de préstamos directos sino de “commenda”, una
forma de convenio de asociación bajo la cual el capitalista financiaba la
expedición comercial de un marino mercantil.
El préstamo no podía ser hecho por
individuos sino por organizaciones las cuales podían más fácilmente evadir la
prohibición de cobrar intereses. En principio, la sociedad estaba organizada en
tres clases, el clero que oraba, los guerreros que combatían, y los campesinos
que producían, una división a la medida del sueño de Platón.
Existía sin
embargo unida por la idea de una comunidad universal, a la manera pensada por
los Estoicos. Esta era una sociedad de creyentes, preocupados profundamente con
la salvación y que asignaba con confianza inmutable a la Iglesia el papel
mediador entre el hombre y Dios. Fue la Era de la Esperanza. Además de sus
funciones espirituales, la clerecía medieval preservó la luz del aprendizaje en
la Edad del Oscurantismo, cuando ni siquiera los reyes dominaban el arte de
leer y escribir y quien encabezaba al Sacro Imperio Romano firmaba sus
documentos trazando líneas que conectaban las letras que formaban su nombre.
Más aún, la Iglesia fue uno de los grandes poderes de la política medieval y
los conflictos entre emperadores, reyes y príncipes de la Iglesia están así
reflejados. Las doctrinas económicas de la misma se derivaban de la Biblia, de
las enseñanzas de los Padres griegos y latinos de Aristóteles, cuyo prestigio
era tan alto en el Siglo XIII que se le llamó “El Filósofo”. Otra influencia
importante fueron el Derecho Romano y el Derecho Canónico fundado por la
legislación llevada a cabo en Concilios así como por iniciativas de Papas y
obispos. Desde el punto de vista económico, la construcción de las imponentes
catedrales y edificios de gobierno, que en ocasiones llevó siglos edificar,
absorbió una porción substancial de los recursos disponibles y puede haber sido
una función económica importante al producir empleo e inducir el gasto. Surgirá
entonces la destacada influencia de Santo Tomás de Aquino (1225-74), cuyas
doctrinas cubren asuntos tales como la institución de la propiedad privada,
para la que establece que su establecimiento este inspirada e interprete la ley
natural, y pueda ser normalizada por el gobierno para el bien común, el
propietario está bajo el deber de compartir el uso de sus posesiones con otros,
y la propiedad comunal se reserva solo para aquellos que desean conducir una vida
de perfección, con lo que rehabilita tanto a la propiedad como la
reivindicación del hombre de negocios. El Eclesiástico (27:2) enseñaba: “como
un clavo se encaja entre las grietas de las piedras, así se encaja el pecado
entre el comprar y el vender”, y los Padres enunciaban de manera similar su
preocupación acerca de las múltiples tentaciones a que se ve expuesto el
comerciante por su actividad.
San Agustín no cierra totalmente la puerta a la
redención del hombre de negocios cuando aprueba la distinción entre el mercader
y su actividad: “la avaricia y el fraude son vicios del hombre, no de la
actividad, la cual puede ser llevada a cabo sin tales vicios”; el justo precio,
se encuentra en la Suma teológica bajo la cuestión “¿puede un hombre vender
legítimamente una cosa por más de lo que vale?”. El valor de un bien es su
precio justo, y si el precio de venta se desvía de él, el comprador o el
vendedor, según el caso, debe restituir. El justo precio era el precio
corriente prevaleciente en un lugar dado en un tiempo dado, a determinarse por
la estimación de una persona recta. El requerimiento de que el precio sea justo
es derivado por Santo Tomás de la regla dorada sobre la naturaleza del
intercambio.
La Escritura manda: “todo lo que quieras que hagan para ti, hazlo
tu también para ellos” (Mateo 7:12), por lo que los intercambios han sido
instituidos para ventaja común del comprador y el vendedor. No deben ser una
carga más para uno que para el otro, y el contrato entre ellos debe estar
basado en la igualdad de las cosas. “El valor de una cosa que se pone para uso
humano es medido por el precio dado; y para este propósito fue inventado el
dinero como se explicó en la Ética. Por tanto, bien sea que el precio exceda el
valor de la cosa o recíprocamente, falta la igualdad requerida por la
justicia”; la prohibición de la usura, tenida como pecado, asuntos que formaban
el núcleo del pensamiento económico medieval en cuanto a la doctrina antigua
del interés, derivada de las enseñanzas de los Padres, tiene su confirmación en
varios pasajes del Antiguo Testamento y en las palabras de Jesús, citado por
Lucas 6:35 “presta libremente, sin esperar nada a cambio”. Carlomagno prohibió
la usura por parte de clérigos y laicos. Carlomagno definía la usura en
términos tales como, como “pedir a cambio más de lo que se da”. En 1139 el
Segundo Concilio de Letrán expresamente prohibió toda usura. Desde entonces
canonistas y teólogos dieron creciente atención a la usura interpretándola como
una violación a la ley natural y a la justicia o como un pecado de avaricia o
falta de caridad. En los escritos contemporáneos de los teólogos las
actividades de los banqueros cambiarios fueron identificadas a menudo como
usurarias.
El tratamiento más amplio del cambio bancario puede encontrarse en
los escritos de San Antonio, arzobispo de Florencia. Rechaza por usura las
transacciones de cambio internacional que involucraban crédito, incluyendo el
anticipo de fondos por parte del banquero, pagable en otro lugar y tiempo
futuro. Las actividades de los banqueros de depósito y cambio durante la última
parte de la Edad Media indican que no existía completo acuerdo entre la
doctrina teológica y las prácticas financieras.
En el Siglo XIX, las
autoridades eclesiásticas dieron su aprobación implícita al cobro de intereses,
siempre que estuvieran por debajo de las tasas máximas establecidas por las
leyes del país.
Adam Smith condenó toda prohibición legal explícita del
interés, pero donde las leyes estipulaban un tipo máximo de interés, él
propugnaba el establecimiento de una tasa baja, ligeramente superior al tipo de
mercado. Smith favoreció una tasa de interés baja porque esto incrementaría las
oportunidades de conseguir que el ahorro se dirigiera a nuevas inversiones más
que a contraer deudas.
Según Keynes, “La destrucción del estímulo hacia la
inversión, sustituida por la excesiva preferencia por el dinero en efectivo fue
el peor de los males, y el principal impedimento para el crecimiento de la
riqueza”.
Nicolás de Oresme compiló las diferentes corrientes de pensamiento de
su época en su libro Origen, Naturaleza, Derecho y Alteraciones de la Moneda en
el que reflexiona sobre los desórdenes de que habían sido responsables los
reyes franceses al recurrir continuamente a la falsificación o alteración del
dinero.
El papel moneda, que según Goethe fue invención de Mefistófeles, no se
usó en Europa durante la Edad Media. El dinero en aquella época esta
representado por monedas. La adulteración de la moneda, bien fuera por falta de
peso, recorte o mezcla con metal común, no tuvo su origen en los tiempos
medievales. La falsificación de la moneda es tan antigua como la moneda misma.
La moneda empezó a usarse en el reino de Lydia en Asia Menor en el Siglo VII
a.C. Parece que los déspotas orientales no introdujeron la moneda para utilidad
del pueblo sino más bien como una forma de obtener ingresos. La gente entregaba
metales preciosos al tesoro y recibía a cambio unas monedas cuyo contenido de
metal monetario era mucho menor. No parecía que nadie perdiera en tanto las
monedas fueron aceptadas para su valor nominal.
Se practicó la devaluación de
la moneda desde tiempo inmemorial, ya que las autoridades monetarias retiraban
en ocasiones las monedas para sustituirlas por otras nuevas de menor contenido
metálico. En 594 a.C. Solón en Atenas redujo el valor metálico de la moneda
ateniense en una cuarta parte. La falsificación y adulteración de la moneda
arruinó el dinero romano. (Le daremos término a este tema en otra entrega)
Pedro
R. Garcia M.
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