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ANTONIO SÁNCHEZ GARCÍA |
Dentro de unos pocos meses la profecía del
doctor Rafael Díaz-Balart cumplirá sesenta años, tres veces la magnitud
temporal que a él, por aquellas fechas de intensa guerra fría, le parecía el
desiderátum de una tiranía totalitaria. Hacía un par de años se había puesto
fin a la Guerra de Corea y cinco años habían transcurrido desde el triunfo de
la revolución china. Se desataba el paréntesis abierto desde el fin de la
Segunda Guerra Mundial y todo hacía presagiar una era de conflictos globales
sin precedentes, limitada en un extremos por guerras acotadas, territoriales –
como las de Corea y Vietnam -, y en el otro extremo por la amenaza de un
apocalipsis nuclear. Se vivieron 11 presidencias norteamericanas, siete
Pontífices y toda la historia de la democracia venezolana, incluidos quince
años de su devastación. Y lo trágico, lo irreparable, lo verdaderamente
aterrador ha sido constatar que en esos sesenta años que vieran el más
gigantesco despliegue de las fuerzas productivas de la historia de la humanidad,
del desarrollo tecnológico, del dominio mediático del planeta y el exitoso inicio de la conquista del
espacio, la bárbara tiranía establecida por el caudillo más devastador que haya
visto este hemisferio, cualitativamente tan bárbaro, inescrupuloso y genocida
como Adolf Hitler o Josef Stalin, no encontrara una auténtica, masiva y
poderosa resistencia de un pueblo que no sólo se doblegó y se puso de rodillas,
sino que lo ovacionó, lo veneró, lo santificó y lo elevó a las altares del
heroísmo y al santuario de la historia de Cuba, de América Latina, del
hemisferio y posiblemente del planeta.
Lo aterrador ha
sido el ominoso y humillante silencio con que el pueblo cubano se rindiera a
los pies de la barbarie sin decir esta boca es mía. Así la brutal represión
policiaca del Estado totalitario coartara toda expresión de disidencia y
castigara incluso con la muerte a quien osara levantar la voz. Como ominosa ha
sido la comparsa de complicidad, de alcahuetería y connivencia con que las
élites políticas, intelectuales y empresariales del Hemisferio le rindieran
pleitesía al tirano.
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“El estilo es el
hombre” – afirmó Georges Louis Leclerc, conde de Buffon, el enciclopedista
francés. Y así suene desconsiderado con un pueblo que puede preciarse de no
pocos logros en el mundo de las letras y las artes, si bien su reconocimiento
universal corre a cargo de la guaracha, la rumba y el danzón, lo cierto es que
el lenguaje popular cubano ha acuñado un término que debe ser seriamente
considerado por especialistas en antropología cultural como espejo de
conciencias. Y que se me perdone la desconsideración, pero a fin de dar con el
meollo de mi argumentación me veo en la obligación de mencionarlo: “comer
m...”.
Ninguna
definición puede explicar de manera más cabal el ominoso sometimiento del
pueblo cubano que no quiso, no pudo o no tuvo los medios como para enfrentarse
a la tiranía salvo, precisamente, la que expresa esa capacidad sobrenatural de
los cubanos para tolerar lo intolerable, hacerse cómplices de lo repudiable,
compartir lo execrable y llevar a cabo la sistemática demolición de lo mejor de
su propia historia, de su propia sociedad y de su propia cultura. Dando incluso
su sangre en aventuras al servicio de la megalomanía inconmensurable de su
Tótem, montado en las cumbres de la adoración sobre una montaña de cadáveres.
Ese es un
capítulo digno de un análisis antropológico cultural, como aquellos de los que
era capaz el más grande de los antropólogos cubanos, Fernando Ortiz. Pues sus
determinaciones ontológico estructurales trascienden el ámbito estrictamente
político para adentrarse en el laberinto
de la pervertida alma de la afrocubanía. ¿Por qué un pueblo capaz de magníficas
expresiones de integridad moral y sacrificios sin par, como aquellas de las que
hiciera gala un cubano de inmensa grandeza, como Huber Matos, en la mejor
tradición martiana, puede haberse rebajado a lamer las suelas de un personaje
más cercano a la brujería, el caudillaje y la barbarie africanas como Fidel
Castro, incólume en su homicida crueldad? Provoca establecer paralelos con la
extraordinaria novela de Joseph Conrad, El corazón de las tinieblas. Y Kurz, el
personaje que se adentra en el corazón del Congo para instaurar su reinado de
vasallaje, canibalismo y barbarie.
Capítulo aparte
merece la connivencia de las élites políticas hemisféricas de toda suerte y
condición con la tiranía castrista, sus usos, abusos y prácticas violatorias de
los derechos humanos. A dicha connivencia se refirió en un extraordinario
artículo la socióloga venezolana Elisabeth Burgos al definir el comportamiento
de la dirigencia política latinoamericana como absolutamente obsecuente con la
dictadura castrista, élite a la que caracterizó como “rehén del castrismo”. De
reformistas de izquierda a conservadores ultramontanos y de socialdemócratas a
socialcristianos dichos “rehenes del castrismo” evaden toda mención crítica a
la tiranía cubana y sus adláteres, pero se lanzan como perros de presa al
ataque frente a dictaduras de derecha. Bien podrían ellas reivindicar el dictum
originario, según dicen, de Roosevelt, quien al defender al impresentable
dictador nicaragüense Anastasio Somoza habría dicho: “ciertamente es un hijo de
p..., pero es ‘nuestro’ hijo de p...”.
3
El sátrapa
venezolano impuesto por los Castro en el lecho mortuorio de Hugo Chávez pasará
a la historia por haber protagonizado el capítulo más ominoso, patético y
lamentable de nuestra historia contemporánea: sirviendo servilmente a la tiranía
cubana y sintiéndose guapo y apoyado por el averiado portaviones castrista
creyó que el destino le enviaba un salvavidas en el último minuto, estando a
punto de naufragio para que se aferrara al tablón del antiimperialismo yanqui.
Se habrá dicho: si Fidel aguantó medio siglo aferrado a la boya del
antiimperialismo, yo, que estoy haciendo aguas hasta por las orejas, seguiré
sus pasos. Llamaré a Raúl, le pediré algunos consejos de cómo darle en la mera
madre a los yanquis, me pondré en contacto inmediato con mis colectivos, sacaré
a mis huestes a la calle, pondré a bramar a Caracas y de ese segundo aire
viviré hasta diciembre del 2019.
Cuando el intento por movilizar a sus masas de respaldo capotaba
estrepitosamente y un puñado de funcionarios públicos iban a pasar lista a la
Avenida Bolívar, para salir de inmediato a vaciar los negocios circundantes
donde se rumoreaba que había leche en polvo y harina pan, el personaje político
más desprestigiado del país hacía acto de presencia en la desangelada tarima:
José Vicente Rangel, símbolo del antiimperialismo norteamericano. Abundan los
libros en donde se cuenta de su mal habida fortuna, sus carros de lujo, sus
mansiones y sus cuentas bancarias en Los Estados Unidos.
Pero nada de toda
esa farsa de mala muerte hacía presumir que, desde hacía meses, si no
años, Obama y Raúl Castro afinaban los
últimos detalles para ponerle fin a la estúpida comedia del odio recíproco
alimentado por el satánico Fidel Castro para aguantarse en el macho hundiendo a
la Isla en la más abyecta de las cloacas de su historia. Una cloaca con
epidemia de ceguera, miles de balseros devorados por tiburones, hambre al por
mayor, presos untados en excremento, miles de guerrilleros asesinados en el
continente y ese mismo tiempo de tiranía perdido por generaciones y
generaciones de latinoamericanos. Una historia de penurias, fracasos y
desgracias.
A la vejez,
viruela. Cuando Cuba colgaba de los mocos de ese par de decrépitos ancianos y
necesitaba con urgencia sacar la cabeza del pestilente pantano de la miseria y
el hambre en que la hundiera el fin del financiamiento de la Unión Soviética y
pedirle auxilio con urgencia a los Estados Unidos, un verborreico y delirante
llanero venezolano – de esos lenguaraces y funambulescos que plagan la historia
del folklore venezolano – vino a tirarles la soga del petróleo y a mantenerlos
a flote. Hasta que, extraviado, terminó muerto en brazos de nadie. Que ni Fidel
ni Raúl son compasivos como para calarse a un moribundo que se llevaba consigo
la clave de la riqueza: su lengua.
Muy pocos
entendieron que la muerte de Chávez anunciaba responsos para la agónica
revolución cubana. Pues el sujeto que él y sus padrastros pusieron en su lugar
no daba la talla. Hundiría en la ruina al país más rico de la región,
dependería de las instrucciones habaneras hasta para ir a desaguarse a las
letrinas de PDVSA y muy pronto se desmoronaría como cuenta la leyenda judía que
se desmoronó el Golem, un siervo hecho de barro que al volverse arena aplastó a
los estúpidos que lo habían amasado.
Muerto Chávez, su
vacío llenado con ese fantasmón torpe e inútil que duerme en Miraflores, el
petróleo por los suelos y el hambre en los talones, los Castro hicieron lo que
buscaban desesperadamente: entenderse con los demócratas antes que llegaran los
republicanos y arriar sus banderas. Por fin se rindieron. Y mandaron al
hemipléjico de bigotes a los quintos infiernos. Más no se puede pedir. Ahora,
la tarea es nuestra. Terminar de aventarlo de una buenas vez y volver a ser la
República que un día fuéramos. Gracias Obama, Bye bye, Raúl. Nos vemos en
democracia.
Antonio Sanchez Garcia
sanchezgarciacaracas@gmail.com
@Sangarccs
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