ANDRÉS HOYOS |
Un proceso de paz como el de La Habana
vive o muere por sus particularidades, no equiparables con ningún antecedente
internacional.
Las más relevantes en este caso son:
1) Tiene que adelantarse en medio del
conflicto, dado el tipo de enemigo que se enfrenta. Las Farc nunca han dejado
de querer llegar al poder por medio de las armas y hasta el día de hoy aspiran
a sacar provecho de los ceses al fuego. Su vieja degradación es un lastre
tremendo y, por lo mismo, no se les ve verdadero futuro político. La unidad,
siempre férrea, vertical y militar, se les ha ido debilitando sin que todavía
las grietas amenacen con derrumbar el edificio.
2) El Estado participó de la guerra
sucia y arrastra con su propia dosis de desprestigio.
3) El conflicto pertenece al pasado.
No se basa en razones religiosas o nacionalistas, como el resto de los que hoy
persisten en el mundo. Las reivindicaciones de las Farc hace décadas que no se
corresponden con los métodos de lucha utilizados.
4) La derecha, liderada por el
expresidente Uribe, hace oposición feroz al proceso, en contraste con un apoyo
internacional casi unánime.
5) Ese mismo ambiente internacional se
ha endurecido mucho frente a las amnistías y demás concesiones que fueron
típicas en los procesos de paz de otros tiempos.
6) El apoyo de la opinión pública
colombiana es endeble y exasperado. Abunda la indignación. Una parte de las
Fuerzas Armadas es enemiga del proceso y no son raros los actos de deslealtad
de comandantes militares con el presidente Santos.
7) Pese a que los grandes golpes a la
guerrilla han mermado por una relativa contención de la Fuerza Pública, la
relación de fuerzas favorece ampliamente al Estado y, de fracasar las
negociaciones, lo más probable es que lo favorecería aún más. Pese a que las
Farc cuentan con tiempo, éste en general no juega en su favor.
Todo lo anterior incide de una u otra
manera en la actual encrucijada, signada por el secuestro del general Alzate.
Del futuro nada se sabe y menos cuando los impredecibles son tantos, si bien a
uno le extrañaría que estuviéramos ad portas del fin del proceso de paz. De
morir el general o de ser tratado como un botín, ahí sí el tono pasaría de
castaño oscuro. Si las Farc sueltan a Alzate y al resto de sus compañeros de
secuestro pronto sin otra ganancia que el ruido generado, el proceso sigue,
pero el Gobierno deberá endurecer las condiciones durante la negociación, al
tiempo que amplía la conexidad del delito político para el posconflicto hasta
donde se lo permiten la Corte Constitucional y los tratados internacionales, en
particular, el que vincula al país con la CPI. No sobra reiterar que el Marco
Jurídico para la Paz podría no ser aceptado por esta corte y que, en
consecuencia, los jefes guerrilleros gozarían de futura libertad, aunque sólo
en Colombia.
Una ventana que sí se va cerrando
lentamente es la de la ratificación popular de los acuerdos. Por ello, el punto
más difícil y a todas luces definitivo que queda es el de la dejación de las
armas. Las Farc se opondrán a ella de patas y manos, pues en realidad están
unidas alrededor de un fusil y sin él pierden toda identidad. Igual les tocará ceder
en ese punto, porque la alternativa es el fin del proceso de paz y una
reanudación de la guerra que, paradójicamente, podría acabarlas en pocos años.
De darse esta última alternativa, Colombia viviría un fatal viraje a la derecha
durante al menos una generación.
Andrés Hoyos
andreshoyos@elmalpensante.com,
@andrewholes
Elespectador.com
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