Al permisar al ex ministro del Interior y
Justicia, Miguel Rodríguez Torres, para que le diera luz verde al director del CICPC,
José Gregorio Sierralta, y ordenara a una comisión de ese cuerpo masacrar a
cinco miembros de colectivos en el edificio Manfredir, -situado entre las
esquinas de Pilita a Glorieta, en el centro de Caracas-, Maduro optó por una de
las dos herencias envenenadas que recibió del difunto presidente Chávez: el
Ejército o los grupos de civiles armados que aquí se conocen como colectivos.
Albacea del primero, este general, Rodríguez
Torres, que estuvo entre los oficiales que lo secundó en la intentona golpista
del 4 de febrero del 92, del cual se cuenta estuvo en la unidad de élite
comisionada para tomar la Casona, y que luego de la derrota, no lo desamparó
hasta su muerte, bien fuera durante el desierto que lo llevó a la conquista de
Miraflores en 1998, o, una vez instalado en el poder en los diversos e
importantes cargos que desempeñó en los últimos 15 años.
El segundo, los colectivos, tiene un origen
más reciente, como fueron los tiempos en que el chavismo empezó a ser minoría
en el 2002, y en previsión de una explosión social respaldada por los sectores
democráticos de la FAN, se empezó a construir una fuerza armada alternativa,
constituida por civiles, que, desde los barrios de Caracas y otras ciudades del
interior, contuviera la ofensiva “reaccionaria”.
Aunque dicen que son de origen cubano y que
el modelo ya existía en los CDR y la milicia isleña, la realidad es que, a
mediados de los 90 ya había “colectivos” en el barrio “23 de Enero” de Caracas,
pero exclusivamente focalizadas en las actividades sociales y culturales.
En otras palabras: que lo que planean y
llevan a cabo, posteriormente, algunos inspirados como Juan Barreto, Freddy
Bernal y Darío Vivas, no es crear una estructura de la nada, sino ideologizar a
las que ya existían y fundar nuevas, para darle coherencia, forma y
operatividad a una fuerza armada paralela, auténticamente popular y
paramilitar.
De más está decir que Hugo Chávez fue de los
primeros y más obsecuentes y entusiastas partidarios de los colectivos, que los
apoyó con todo, les suministró dotación y financiamiento, y que, si alguna que
otra vez discrepó de sus jefes y acciones, fue para ponerlos a salvo de ataques
que siempre venían de la oposición y no pocas veces de la FAN.
Por eso no dudamos en afirmar que, con el
Ejército, Jorge Giordani y Rafael Ramírez, los colectivos son una herencia
chavista, y que si Maduro pudo deshacerse del hombre fuerte de la economía y
del de la industria petrolera sin demasiados escrúpulos ni pérdidas políticas,
optar entre el Ejército y los colectivos sí lo colocó en una situación
extremadamente riesgosa, porque sin el Ejército se podía situar frente a un
golpe de Estado, y sin los colectivos, frente a una explosión armada política y
social.
Se trataba del desiderátum de un político que
llegó a la presidencia sin fuerza propia, que se mantenía por el carisma
transmitido de un muerto, y, también, porque los líderes a quienes realmente
legó Chávez a Venezuela, a los dictadores sexagenarios cubanos, Raúl y Fidel
Castro, se fijaron en él como el empleado que podía obedecer órdenes sin dudar.
El problema de Maduro, entonces, era del más
acá, sano y vigoroso y venezolano, pues ahora la política era cada vez menos
asunto del “Cuartel de la Montaña”, y más anclada en el país y alejada de dos
ancianos que, aparte de sobrevivir en una isla lejana, día a día lucían más
enfermos y momificados.
¿Pero de que otra política podía saber Maduro
que no fuera de muertos, enfermos, cementerios, ancianos y militares, él que
había sido devoto de Satia Say Baba y hablaba con los pajaritos?
Por eso, el país se le volvió cenizas entre
las manos, se trituró el mismo mientras pulverizaba al chavismo y todo cuanto
oliera a revolución y fue emplazando este país de asesinos y asesinados donde
el único tiempo que queda es para morir y enterrar a los muertos.
Fue llamado entonces a capítulo por una de
las dos herencias de Chávez que restaban, el Ejército, que le impuso, o trató
de imponerle, el desarme y la desaparición de los colectivos.
Objetivo que solo podía lograrse después de
una larga y sinuosa negociación, después de remontar una trabajosa cuesta donde
no podían faltar uno solo de los dirigentes revolucionarios que detestan a
Maduro: Juan Barreto, Freddy Bernal, Darío Vivas y José Vicente Rangel.
De todos los que en los últimos tiempos
–sobre todo después de la muerte de Chávez- se han guarecido creando sus
“propios” colectivos, sus propias fuerzas armadas, aterrados de que este
presidente con una sucesión oscura y espuria, viniera por ellos.
Panorama, entonces, de una revolución feudalizada,
de señores de la guerra y de la muerte, preñada de jefes minúsculos y
mayúsculos donde cualquier paso en falso, puede significar la pérdida del
poder.
Qué Maduro optó por el Ejército y Rodríguez
Torres y contra los colectivos, lo grafican los últimos asesinatos: el de
Robert Serra y el de José Odremán y cuatro de sus compañeros de los colectivos
“5 de Marzo”, “Escudos de la Revolución” y “Bicentenario”.
El de Serra producto de la agria disputa que
explotó entre algunos colectivos y el general que quería “desarmarlos”,
Rodríguez Torres, que pudo provocar que el diputado cayera entre dos fuegos.
Y el de Odremán, y sus compañeros porque,
aparte de discrepar de la “Ley de Desarme Voluntario”, sabía quiénes había
asesinado a Serra.
Es significativo que durante el tumulto que
se originó durante los sucesos que condujeron a la muerte de Odremán se oyeran
voces como: “A Odremán lo van a matar por que sabe quienes mataron a Serra” o
“A Odremán lo mataron porque estaban hablando demasiado”.
Pero hay un testimonio mucho más relevante y
es del propio Odremán, y es cuando a eso de las 10 de la mañana del día de su
muerte se dirige al pueblo de Venezuela: “Me dirijo al pueblo para acusar a
Miguel Rodríguez de lo que me pueda pasar”.
Con el pueblo también lo oyó Nicolás Maduro,
quien no solo no hizo nada para evitar su asesinato, sino que ahora, 15 días
después, es cuando sale a destituir al criminal.
Definitivamente, adosado a la tela de araña
que también le tendió el G-2 cubano, policía política de las más anacrónicas y
obtusas del mundo, como que no entiende otro lenguaje que el de la violencia,
el que sigue imponiendo en las calles de Cuba, y que, casi por un reflejo
condicionado, confundió a Caracas con La Habana, y a las Damas de Blanco con
los colectivos.
Restan, sin embargo, elementos que solucionar
en los asesinatos de Serra y Odremán y cuatro de sus compañeros y el más
importante es enjuiciar y llevar a la cárcel a los autores de la “Operación
Masacre”: Rodríguez Torres y compañía.
Manuel
Malaver
manuhalm912@cantv.net
@MMalaverM
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