Cuando se habla de las luchas contra las
dictaduras, se privilegia a los políticos y a los hombres de armas. Es habitual
pensar que sean ellos los únicos que meten la carne en el asador. Apreciación
injusta, no en balde las autocracias de toda laya que han existido en Venezuela
se han desplomado o han iniciado su declive gracias al trabajo de los
humoristas.
La copla envenenada contra los detentadores del poder, las burlas
de los autores desde las páginas de la prensa, los dibujos creados por el
talento de los artífices de sucesivas generaciones han estado en la vanguardia
de los combates por la libertad. Hoy, cuando se estrecha el cerco contra esas
manifestaciones fundamentales de la sensibilidad republicana, el escribidor
cumple la obligación de enaltecerlas.
La primera caricatura contra un régimen
oprobioso aparece en los tiempos de José Tadeo Monagas, pero también la primera
persecución. El mandón no encuentra manera adecuada de reaccionar ante un arma
desconocida hasta entonces y capaz de cortar como las espadas más afiladas,
razón por la cual ordena la prisión de unos pioneros de lo que será vehículo
fundamental para el establecimiento de una convivencia civilizada. Trabajo vano
el de Monagas. La posteridad habrá de celebrar en el encierro de los
domicilios, en el sigilo de las murmuraciones y en los rincones de las plazas
públicas la intrepidez de quienes se alzan contra la injusticia sin disparar un
tiro.
Es infinita la lista de las proezas del
humorismo venezolano, así como la gozosa aceptación de sus producciones, pero
quizá baste ahora para su apología la memoria de una de las obras superiores
del ingenio aguzado contra la pedantería y la corruptela de los gobernantes.
Hablamos de La Delpiniada, gigantesca burla llevada a cabo por los estudiantes
de la Universidad Central en uno de los teatros más importantes de Caracas
contra la dictadura de Guzmán Blanco. Sin nombrar al envanecido autócrata ni a
los miembros de su corte –más todavía, en presencia de las autoridades de la
ciudad– los bachilleres se regodean en la crítica de las ínfulas y las
desvergüenzas del régimen. Solo los mandones, en su evidente estupidez, no
advierten la riqueza de la orfebrería preparada para desnudarlos. El resto del
público y los que se enteran del espectáculo más tarde se felicitan por la
existencia de un elenco de valientes que han hecho lo que los generalotes de
entonces, guarnecidos de fusiles y machetes, no se atreven a llevar a cabo.
Nace entonces una generación de campeadores contra las depredaciones del
Liberalismo Amarillo.
Pero no solo la sociedad tiene deudas con un
hecho estelar como La Delpiniada, sino también con periódicos de humor en cuyas
páginas se mantiene la esperanza de una vida más hospitalaria. El Palo
Ensebado, El Cabeza de Mochila, El Diablo Asmodeo, La Charanga y El Jején son,
entre muchos otros, los títulos de los impresos que se valen de la mordacidad
para anunciar un mundo mejor en el siglo XIX. Después, en la perspectiva de
nuestros días, publicaciones de extraordinaria trascendencia como Pitorreos,
Fantoches, El Morrocoy Azul, Dominguito, El Sádico Ilustrado, El Camaleón y El
Chigüire Bipolar. ¿No han sido más importantes y profundas que las proclamas,
las conspiraciones, las algaradas y las guarimbas?
Imposible intentar ahora la nómina de sus
autores, pero para muestra un botón capaz de convocar el respeto de la
sociedad: Rafael Arvelo y Tomás Potentini, paladines decimonónicos; Leoncio
Martínez, un gigante escarnecido; Francisco Pimentel, Andrés Eloy Blanco,
Miguel Otero Silva, Paco Vera, Kotepa Delgado, Aquiles Nazoa, Aníbal Nazoa, el
excepcional Pedro León Zapata, Luis Muñoz Tébar, Salvador Garmendia, Elisa
Lerner, Rubén Monasterios, José Ignacio Cabrujas, Abilio Padrón, Régulo Pérez,
Luis Britto
García, Manuel Graterol, Jaime Ballestas, Jorge Blanco, Laureano
Márquez, Emilio Lovera, Mara Comerlatti, Cayito Aponte, Claudio Nazoa, Eneko
Las Heras, Roberto Weil, Eduardo Sanabria y otras personalidades esclarecidas
entre quienes hoy destaca, por la brillantez de su imaginación y por la inicua
zancadilla que han querido propinarle, Rayma Suprani. Mucho debe la patria a
sus dones, a su sensibilidad sin cartabones, a la salvación de la risa que han
ofrecido.
Elías Pino Iturrieta
eliaspinoitu@gmail.com
@eliaspino
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