Fui militante en la segunda mitad de los años
setenta y no me produce nostalgia.
La combustión de carbón, petróleo y gasolina es el origen de buena parte de los contaminantes atmosféricos. |
El militante es
entusiasta, enérgico y entregado, pero asimismo se vuelve dogmático y tiende a
petrificar el sentido de su causa. La suya es, en esencia, una intransigencia
que abomina de los compromisos, de las medias tintas, de las reformas. Piénsese
en los ambientalistas radicales, tipo Greenpeace, y se tendrá una idea de lo
que digo.
El mundo deberá
aumentar la producción de energía en un 35% de aquí a 2040, sí o sí. Quizá los
países ricos podrán darse el lujo de moderar este crecimiento o pagar más por
una energía más limpia —de hecho, es en ellos donde las energías alternativas
crecen—, pero para países como India, China o Colombia, no incrementar la
producción energética a un costo bajo implica perpetuar la pobreza. La
discusión, por lo tanto, debe centrarse en el tipo de energía que habremos de
usar, no en si habremos de usarla.
Aunque las ya
mencionadas fuentes alternativas —solar, eólica, geotérmica— hacen parte de la
ecuación, están muy lejos de resolverla, pues sólo podrán aportar una fracción
de lo requerido. Pese a que sus costos han bajado, todas siguen siendo
demasiado caras y difíciles de escalar al ritmo necesario. Quedan, entonces,
dos fuentes escalables con huella de carbono baja o nula: la hidroeléctrica y
la nuclear. Los problemas de ambas son mitigables y hasta solubles. Existe la
hidroeléctrica de paso, que no embalsa el agua y afecta menos al ambiente
circundante, pero es estacional, dispersa y al final genera menos energía. Así
que no podrá prescindir de los grandes embalses, que deberán hacerse en muchas
partes —no en todas, claro— en el entendido de que algunos hábitats tendrán que
ser inundados.
A los militantes
tampoco les gusta hacer cuentas con su causa sagrada, a despecho de que sólo
haciendo cuentas enfocadas es posible plantear soluciones viables.
La energía
nuclear de última generación, cuya huella de carbono es cero y en la que un
Chernóbil se ha vuelto imposible por mejoras de diseño, pronto estará en
capacidad de utilizar residuos radioactivos como combustible, solucionando por
esa vía el peor problema asociado con la industria. Esta fuente crucial tendría
un desarrollo más veloz si se adopta apenas una medida: cobrar un impuesto,
creciente en el tiempo, a la emisión efectiva de gases de efecto invernadero,
incluyendo, por ejemplo, al metano que la ganadería de carne vacuna lanza a la
atmósfera en peligrosas cantidades. ¿Por qué es fundamental este impuesto?
Porque lo que en la actualidad frena la opción nuclear es, aparte de los
prejuicios absurdos de la galería, el bajo costo de la generación con gas
natural, obtenido por fracking, un proceso que está muy lejos de ser
ambientalmente inocuo.
Sí, la combustión de gas emite 40% menos CO2 que otra
comparable de carbón, si bien aquí aplica lo del vaso medio vacío: quemar gas
igual produce una gran cantidad de CO2. De gravarse esta emisión, los costos se
equipararían y todas las energías alternativas, incluyendo por supuesto la
nuclear de última generación, crecerían más rápido.
Lo que al final tiene que sopesarse es cuánto carbón, cuánto petróleo y cuánto gas se quemará de menos en el mundo con una determinada alternativa y contrastar el dato con los costos ambientales directos de la alternativa.
Así es como funciona la balanza
de dos platillos que tanto le gusta al profesor Moisés Wasserman.
Andres Hoyos
andreshoyos@elmalpensante.com
@andrewholes
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