La
palabra democracia ha evolucionado mucho, desde tiempos primigenios de su uso
en Grecia hasta el día de hoy, con la particularidad de que, en este presente,
el vocablo adquiere diferentes significados e interpretaciones según sea el
nivel de desarrollo humano y político de los diferentes pueblos.
Si
bien entendemos por pueblo al conjunto de personas que forman parte o viven en
una Sociedad determinada, es menester diferenciar entre pueblo y masa. Los
demagogos, que encarnan la corrupción de la democracia, siempre mencionan al
“pueblo” pero, en realidad, actúan sobre masas inconscientes que han desbordado
la racionalidad al actuar y moverse por pasiones o entusiasmos irracionales,
por lo que siempre son aprovechadas por aquellos que quieren ejercer la
dominación de toda una Sociedad.
En
su alocución de Año Nuevo de 1942, el Papa Pio XII dijo: “El pueblo vive y se
mueve por su vida propia; la masa o multitud es, de por sí, inerte y solo puede
ser movida desde afuera. El pueblo vive de la plenitud de la vida de los
hombres que lo componen, cada uno de los cuales es consciente de sus propias
responsabilidades y convicciones. La
masa, por el contrario, espera el impulso del exterior presta a seguir una u
otra bandera según la explotación habilidosa que se haga de sus instintos.”…
“Solo puede calificarse como democrático aquel gobierno que es capaz de elevar
a la multitud de una condición de masa a una condición de pueblo.”
Es
así que para alcanzar el transformar la masa en pueblo a fin de que
la
democracia sea una práctica común en toda la Sociedad, es menester que los
ciudadanos demócratas --y no sólo los
gobiernos y las instituciones como las Iglesias, etc.—asuman esa tarea
transformadora, de manera que aquellos que conforman la masa sean personas capaces de cumplir sus deberes
y velar por sus derechos, sin estar sometidos a los intereses y dictados de
algún caudillo o tirano.
La
democracia, como fenómeno histórico, está inmersa en el tiempo y no puede
escapar de la ley del devenir. Sus primeras formas, que encarnaron el ideal
liberal, han sido rebasadas por nuevas
realidades
fecundas
de futuro. Por ello es indispensable responder adecuadamente a las exigencias
del presente y, al mismo tiempo, diseñar formas de anclajes para el mañana que
se anuncia.
La
vieja democracia liberal descansaba sobre la ficción del “ciudadano”, concebido
como ser abstracto e intemporal, iluminado por
la
razón y sin egoísmos ni prejuicios capaces de opacar su conocimiento ni de
desviar su voluntad de “miembro del poder soberano.” Era la idea sobre ese
ciudadano, la de un ser humanamente puro, pero vacío y desencarnado; titular de
derechos inalienables que, como la libertad individual, eran fines en si
mismos, sin relación con el hombre verdadero. El pueblo soberano de esa vieja
democracia, era un pueblo ficticio de ciudadanos iguales en el vacío, cuya
fuerza residía en el número no organizado, mientras el verdadero pueblo recibía,
ingenuamente, el mito de la infalibilidad popular.
La
democracia liberal de aquellos tiempos fue, en su abstracción calculada, la
primera formulación moderna de una sociedad sin clases.
Su
teoría --como después el marxismo-- planteó una sociedad igualitaria en la que el
ciudadano era abstracción que pretendía legitimar Estados que se reclamaban
justos --así como el marxismo con los
proletarios-- a partir de un principio
que se refería no a la igualdad esencial de todos los seres humanos, sino a una
identidad entre inexistentes personas neutras e intercambiables. Por otra
parte, los principios políticos de esta primera democracia (soberanía popular,
igualdad, libertad individual y derechos) no correspondían a la realidad de
cada persona y de su comunidad de pertenencia. Pero con el paso del tiempo, el
hombre concreto, situado en su realidad, también concreta y vivida, se
preguntaba para qué le sirven tales derechos y atribuciones si, en definitiva,
no alcanzaba a satisfacer sus necesidades.
El
error de ese liberalismo fue el hacer de los derechos del individuo y de la
libertad en particular, un sistema “filosófico”, en vez de reivindicaciones de
hecho correspondientes a las exigencias y condicionamientos propios de cada
determinada situación histórico-social.
En
tiempos recientes de gobernabilidad democrática, destacaba el hecho de que los
derechos humanos --anteriormente
concebidos como facultades inherentes al individuo o ciudadano-- se hicieron exigencias para satisfacer
necesidades de la persona concreta y no abstracta. De los derechos como
afirmación de la esencia de la persona humana, se había pasado a los derechos
como garantías de la existencia: de la democracia sólo política, se había
pasado a la democracia político-social.
Pero,
pese a que la democracia social haya sido una realidad constitucional en casi
toda la tierra y que pretendía liberar a las personas de toda forma de tiranía
u opresión, y que trataba de establecer una igualdad de oportunidades
anteriormente no garantizada, sin embargo, la complejidad moderna de las
sociedades; sus limitaciones, algunas aún provenientes de sobrevivencias de instituciones
del pasado cuyos ideales operantes se han modificado en
el
tiempo; los conflictos dentro del Estado; la búsqueda de equilibrios por parte
de los gobiernos entre diversos sectores de grupos con intereses antagónico,
etc., contribuía para hacer más difícil la gobernabilidad y para que la
frustración y el escepticismo se extiendieran entre los ciudadanos.
En
la perspectiva de una cosmovisión personalista --porque se funda en y para la
persona humana-- la democracia es
exigencia de desarrollo personal (personalización) continuo e ilimitado para
cada miembro de la sociedad. La personalización descansa sobre la libertad de elección,
entendida como instrumento propio de la persona para elegir su propio destino y
ejercer, cabalmente, su responsabilidad social.
La
igualdad es la equivalencia de personas inconmensurables en su
destino
singular, de manera que a desiguales características y posibilidades de
realización deben corresponder medios e instrumentos proporcionados para cada
condición. Esto implica que toda sociedad deba implantar un espectro muy amplio
de medios e instrumentos para que cada persona tenga la posibilidad de
realizarse.
Así
que la igualdad de oportunidades es paralela a la libertad de independencia.
Como
ésta, debe ser conquistada en el seno de la sociedad y resulta de la voluntad y
el libre albedrío de cada cual, pero está ordenada a la
mayor
elevación moral, económica, social y política de todo el cuerpo social y de sus
sociedades intermedias.
Esta
forma de democracia personalista se establece, en su más alto nivel, sobre el
equilibrio de los diferentes centros de poder social: político, legislador,
judicial, económico, educativo, comunicativo.
Todos
organizados verticalmente, al tiempo que coordinados y articulados de manera
horizontal.
También
implica esta democracia la adecuada desconcentración del poder central, para
que las entidades regionales y locales puedan asumir, directamente, la
responsabilidad de los asuntos que les afectan particularmente. En este
sentido, el Estado debe descargar sobre las diversas regiones, localidades y
comunidades de la sociedad todas las tareas organizativas y distributivas que
no le correspondan legalmente, pero se mantiene como rector de instancias como planificación,
coordinación, control y arbitraje supremos, pues es el garante del orden
social.
Pedro
Paúl Bello
ppaulbello@gmail.com
@PedroPaulBello
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