Luis Chataing denuncia que le han robado un
bolígrafo. Acusa directamente a un asistente que se defiende como puede,
manoteando y gritando. Chataing, entonces, mira a cámara y con total seriedad
promete demostrar su denuncia. ¿Cómo fabricar una prueba?, se pregunta. Y la
respuesta es una secuencia genial y divertida que recrea el perfomance de Jorge
Rodríguez, afectado y cínico, queriendo convencer al país de que existe otro
intento de magnicidio. Tal vez, esa misma noche, viendo ese programa, la nueva
oligarquía venezolana decidió que la risa es una forma de sabotaje y se propuso
aniquilar a “Chataing en TV”.
Alguna de las cosas que se dijeron podrían servir
para armar una larga y entretenida crónica. Pero quizás sea más importante
denotar precisamente lo que no dijeron. Poco o nada se habló, por ejemplo,
sobre lo que Marcelino Bisbal ha llamado el “nuevo régimen comunicativo
público”, el inmenso poderío y alcance oficial en el espectro mediático, su
proyecto hegemónico, que lejos de convertir al Estado en una víctima lo ha
transformado en un holding impresionante, que amenaza con volverse un
monopolio, el único productor y transmisor de contenidos del país.
Nada se dijo de los por lo menos 120 trabajadores
de los medios que, durante las protesta de estos meses, fueron agredidos, 23 de
ellos detenidos, 28 robados. Tampoco hubo ningún señalamiento sobre el brutal
proceso de privatización que han sufrido los medios públicos. Nadie denunció
todas las maniobras y los abusos de la oligarquía que, a través del PSUV, se ha
apropiado de los canales que supuestamente son del pueblo, de todos los
venezolanos. Nadie criticó que la revolución se haya convertido en una salvaje
manera de privatizar la realidad.
Nadie tampoco se pronunció sobre la cantidad de
periodistas que han renunciado a Globovisión o a Últimas Noticias. No los
invitaron. No les dieron un derecho de palabra, la posibilidad de contar –de
manera veraz y oportuna– su versión sobre la situación de los medios en el
país. Cuando Eleazar Díaz Rangel dijo que la mejor arma que tiene el periodismo
es la verdad, nadie se levantó a preguntarle quién es en verdad el nuevo dueño
de la Cadena Capriles.
Estamos asistiendo a una operación comunicacional
de proporciones descomunales. El gobierno está, en vivo y en directo, tratando
de reescribir la historia de estos meses. Piensa que esa es la mejor manera de
borrar la identidad represiva y militar que ahora tiene. Por eso este insólito
afán planetario por el escándalo del magnicidio. Están desesperados porque los
tomen en serio. Y eso no ocurre. Ni siquiera entre los suyos. Quieren ser
trágicos y no les sale. Quieren ser cómicos y no lo logran. Maduro le ofrece a
Chataing un espacio en la televisión de la Fuerza Armada. Ni trágico ni cómico:
solo patético.
Las líneas más importantes del congreso las dijo,
como era de esperarse, Jorge Rodríguez. “La seguridad de un Estado –sentenció–
está por encima de cualquier triquiñuela mediática”. Ese es el único mensaje.
Así se legitima la violencia represiva. La que pasó y la que pueda venir.
Chataing es una triquiñuela. Una trampa. Una artimaña peligrosa. El Estado
paranoico necesita cada vez más seguridad. El Estado paranoico tolera cada vez
menos el humor. Un chiste puede ser una conspiración.
Alberto Barrera Tyszka
abarrera60@gmail.com
@Barreratyszka
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