Todos
los seres humanos anhelamos la felicidad, todos legítimamente tenemos derecho a
una vida de paz. Sin embargo, esa búsqueda constante por alcanzar el bienestar nos
hace pensar que todo depende de circunstancias exteriores; depende del entorno,
depende del lugar en el que vivimos, depende del clima, depende de la economía,
depende de la familia. Depende siempre de todo lo que está allá afuera y, como
consecuencia de este pensamiento junto con la actitud que lo acompaña, nuestras
vidas son como una montaña rusa en la que, dependiendo de las circunstancias,
un día estamos en la cúspide experimentando las emociones más fascinantes y al
siguiente estamos en el subsuelo deprimidos y amargados.
Crecemos
como personas en muchos aspectos, pero espiritualmente seguimos siendo tan
inmaduros como niños. Somos arrastrados por toda clase de factores externos;
desde una publicidad, un comentario, un chisme, una noticia, un chiste, hasta
la expresión en el rostro de otra persona. En fin, todo puede inducir en
nosotros emociones que tomen el control de nuestros pensamientos y, por ende,
de nuestro proceder. ¡Por supuesto! ¡Somos humanos, hechos de carne y hueso,
con fibras nerviosas, con un alma que siente! Pero, ¿acaso, esta actitud nos
conducirá a la solución de nuestros problemas? Dios nos ama, nos comprende más
que nadie en este mundo. Él nos hizo, conoce nuestro ser interior, nos ha
capacitado para vivir una vida en equilibrio. El desea que aprendamos a mirar
más allá de las circunstancias.
Lo
que sucede es que esto no es algo que adquirimos en algún lugar especial,
tampoco hay una receta específica para lograrlo, pues la vida es como una
biblioteca llena de libros en la que cada libro narra una historia diferente.
El único ingrediente en común para la receta de cada uno es Dios. Si estamos en
amistad con Él, cada uno cuenta con el ingrediente fundamental. Jesús les dijo
a sus discípulos en el evangelio según San Juan, en el capítulo 16 verso 33: "Estas cosas
les he hablado para que en Mí tengan paz. En el mundo tendrán tribulación; pero
confíen, Yo he vencido al mundo".
Si
en cada circunstancia buscamos la Palabra de Dios, encontraremos en ella la
paz "Estas cosas les he hablado
para que en Mí tengan paz..." Si dejamos de ver a nuestro alrededor
poniendo los ojos en Dios, confiando nuestras vidas a Él; entonces venceremos
la tribulación, porque Él nos ha prometido que Él ha vencido al mundo. Y vencer
no significa que la tribulación dejará de ser, sino que caminaremos en medio de
ella de la mano de nuestro Señor, que no usaremos nuestras propias herramientas
sino las que Él nos ha ofrecido. Dios está dispuesto a proveer para nosotros
cada día lo necesario. El camino es la comunión con Él en oración, en el
aprendizaje de sus pensamientos a través de su Palabra.
Los
recientes acontecimientos en nuestro país nos han conmocionado. Unos hemos
sentido una bofetada en nuestro rostro, otros una puñalada por la espalda;
sentimos que ya no hay futuro para nuestros hijos, que todo se ha perdido.
Algunos nos hemos llenado de amargura. La frustración se siente como un enorme
peso que doblega nuestras espaldas. La desesperanza, el desasosiego y la
tristeza van convirtiéndose en depresión. Como humanos todas estas reacciones
son perfectamente comprensibles; sin embargo, como cristianos nuestras vidas no
deben depender de hombre alguno, ni de un sistema. Aunque seamos afectados por
él, Dios está por encima de todo. Confiemos a Él nuestras vidas entendiendo que
Él tiene un lugar para nosotros, que nuestro futuro depende solo de Él, que
nuestro destino individual está en sus manos.
Cuando
más allá de las circunstancias ponemos nuestra mirada en Dios, nada ni nadie
puede doblegarnos, porque aquel en quien hemos creído ha vencido al mundo. ¡Y
nosotros somos vencedores con Él!
Rosalia
Moros de Borregales
rosymoros@gmail.com
@RosaliaMorosB
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