Yo, sin embargo, me quedo con esta aproximación del novelista italiano, Alberto Moravia: “Una dictadura es un estado en el que todos temen a uno, y uno teme a todos”.
Surgen
casi siempre de la nada, se empinan de repente a alturas del poder que al común
de los mortales les costaría decenas de años escalar y pueden mantenerse en
ellas durante períodos que no pocas veces desafían la lógica y la imaginación.
Son
los dictadores, especímenes más políticos que humanos que a veces abundan, a
veces escasean, y cuyos orígenes pueden rastrearse en el comportamiento entre
los primates o del hombre de las cavernas.
Por
eso, algunos antropólogos tienden a diagnosticarlos como un signo o mal
incurable de la especie, como uno de esos abscesos a los cuales convendría más
bien tolerar que extirpar.
Tienen,
sin embargo, sus hábitats o áreas de cultivo de preferencia, como pueden ser
países o regiones donde cunde la pobreza, la poca o nula rotación social, el
congelamiento en las expectativas y esperanzas, las desigualdades e injusticias
crónicas y el atraso que consume salud, tiempo y vidas.
Y
ahí irrumpen ellos, los dictadores, con sus espadas flamígeras y sus huestes
redentoras que prometen corregir en días, semanas o meses, lo que a los simples
mortales les gastaría decenas, veintenas de años.
Unas
veces pueden ser parcos, severos, austeros, intratables, casi mudos, pero otras
sufren de incontinencia verbal, exageran la nota histriónica, derrochan
simpatía hasta abrumar a conocidos y extraños y los ha habido que son buenos
cantantes, mejores bailarines y hasta excelentes malabaristas que podrían
ganarse honradamente la vida entre las sogas de los circos.
A
unos y a otros los caracterizan, sin embargo, dos sellos o marcas sin las
cuales podría decirse que escapan a la dualización, diferenciación y
clasificación que para Jorge Luís Borges son insoslayables si se quiere hacer
al mundo “descriptible y comprensible”
La
primera es el rechazo a las normas, ya se expresen en mandamientos,
constituciones, o leyes; la segunda, un desmedido apego a la violencia que los
empuja a comportarse como apocalípticos, desintegrados y desinsertados para los
cuales la destrucción, la disolvencia y la corrosión, si no están en los
hechos, no hay que descolgarlas nunca de las palabras y los pensamientos… que
son sus promotores.
Hombres
de espadas, de fusiles, pistolas, granadas, tanques, aviones de combates,
helicópteros, lanchas patrulleras, bombas incendiarias, atómicas, nucleares,
cárceles, cerrojos, rejas, y de todo cuando al calor de los estallidos, de las
explosiones y los fogonazos vuelve al mundo gris, oscuro, sombrío,
indiscernible.
Pero
sobre todo ilegal, inconstitucional, anormal, o por lo menos un lugar donde la
ley, la constitución y la norma “escritas”, son las que imponen las
circunstancias que resultan siempre las de él, las del incontrolable, las del
dictador.
De
ahí que, de haber constituciones, mandamientos, leyes y normas tienen que ser
lo suficientemente flexibles, ambiguas y biunívocas para que funcionen como un
gatillo, espoleta o detonante de sus arranques, de sus bramidos.
Este
imprevisto también determina que se desvivan por el olor y sabor a pueblo,
masas, multitudes, ya que si se filtra el contrabando de que la ley es lo que
establecen las mayorías, los pueblos, las masas y las multitudes en la calle
(todo lo que llaman “El Soberano”), entonces el parlamento y sus legislaciones
no son sino fruslerías.
Añagaza
que está ligada a otra “carta marcada”, como es la de la llamada “democracia
participativa y protagónica” que viene a oponerse y sustituir “a la otra”, a la
“formal, representativa y burguesa”, cuyo espíritu desaparece en cuanto se rapa
su naturaleza general, imparcial y objetiva, que es lo que la convierte en
herramienta eficaz de la justicia e igualdad sociales.
Aquí
la ecuación resulta sencilla, pues si se tienen recursos, ya provengan de
impuestos, de los despojos vía expropiaciones, o de un producto minero de
altísima cotización en los mercados internacionales, pues simplemente se compra
“el amor” del pueblo, de las masas y multitudes, suministrándoles lo básíco
para sobrevivir, pero sin permitirles que se muevan de su condición de
súbditos, de vasallos, de hijos del padre protector.
Esto
también se complementa con una prédica o catéquesis, según la cual, el que no
acepta ser ayudado, valido y asistido, es un enemigo del pueblo, del régimen,
del jefe y caudillo y aliado de quienes luchan por destruirlo.
Y
aquí aterrizamos en la estación última del viaje hacia la generación y
formación del dictador, como es su rol de dador de libertades, pues las mismas
existen, pueden existir, porque en su infinita bondad y sabiduría el dictador
permite que individuos, grupos y partidos disfruten de este bien que no es
consecuencia del desarrollo, la dinámica o progresos sociales, sino de la
voluntad del “Lord Protector”.
Desde
luego que estoy hablando de una modalidad renovada, actualizada, y sofisticada
de dictadura, como es la que surgió en América Latina después de la “Guerra
Fría”, y que en su afán por burlar el cerco de las organizaciones multilaterales
que tutelan el estado de derecho y la democracia constitucional, accede al
poder a través de procesos electorales, dice que gobierna en nombre de la
Constitución y las Leyes, mientras en los hechos va horadando las
instituciones, acabando con la independencia de los poderes, negando el
contrato social consensuado, la inclusión y la pluralidad y sacando a flote al
déspota, al tirano y dictador de siempre.
Daniel
Ortega en Nicaragua, Hugo Chávez y su sucesor Nicólas Maduro en Venezuela,
Rafael Correa en Ecuador y Evo Morales en Bolivia son los puntales de esta
neodictadura que tiene como directores y maestros de ceremonia a los dictadores
más longevos de los tiempos que corren: los hermanos, Fidel y Raúl Castro.
Panas,
cofrades, compinches, socios, íntimos de los dictadores que se cayeron (Moamar
Gaddafi, Mahmoud Ahmadinejad) o aún quedan, en el Medio Oriente como Bashar Al
Assad de Siria; empeñado en detener a sangre y fuego las olas de protestas que
terminarán arrojándolo del mando.
En
otras palabras: alzamientos, protestas, manifestaciones y elecciones no son
argumentos suficientes para que estas figuras sedientas de poder acepten que
sus días han concluido y no les queda otro camino que irse a sus casas, al
exilio, o a donde sus circunstancias decidan.
Aún
más: pueden estar carcomidos por los años, por los embates del tiempo
implacable e incontrolable, contar 80, 85, 90 años, e incluso, padecer
enfermedades incurables que les recomendarían hacer un alto para dedicarse a su
salud y garantizarse una recuperación con calidad de vida; pero no, ahí están,
sacándole el juguito a su ego, tratando de demostrar y demostrarse que aún
pueden, cuando es evidente que lo que les toca es reconocer que son mortales y
gobernar en contra de la biología, o de los informes médicos, es una ilusión
aberrante, atroz, inhumana.
Pero
el miedo es la pasión dominante en los dictadores, el temor de dar cuentas ante
una instancia o tribunal que no se previó, y no conocer que la compasión ante
los que nada pueden, ante los desvalidos, es también un rasgo constitutivo de
la naturaleza humana.
De
Platón a Maquiavelo, de Donoso Cortés a George Orwell se ha tratado de definir
al dictador y su dictadura.
Yo,
sin embargo, me quedo con esta aproximación del novelista italiano, Alberto Moravia:
“Una dictadura es un estado en el que todos temen a uno, y uno teme a todos”.
Manuel
Malaver
manumalm912@cantv.net
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