SAN CRISTOBAL |
Una
ciudad es más que una metáfora. Espacio donde transcurre la existencia de cada
uno de sus habitantes. Sobre todo, la ciudad promete que la convivencia ampara
la individualidad. El individuo social debe sentir que su ser es representado
en las calles donde anda, en las avenidas que transita, ante portales, puertas,
ventanas que definen la ciudad entre diseños, colores y luz. Ingresa al sosiego
de sus plazas; al bullicio de su mercado. En cada lugar busca encontrarse con
otros y consigo mismo. La vida del habitante de una ciudad se mueve entre la
intimidad y lo público. Su espacio personal tiene algo de la ciudad, y ésta, un
detalle inadvertido de sí. Secretos y misterios esculpen a las ciudades. Estas
cambian y sus habitantes también. Donde antes estaba una casa ahora un edificio
se impone; entonces, el cielo parece más lejano y la luna un imposible de la
nostalgia.
La
ciudad contiene aquellos recuerdos donde cada individuo grabó su existencia.
Fotografías y películas dan testimonio de su imagen múltiple. Cartas, cuentos,
novelas, narran sus resonancias. Hay pintores que la convierten en motivo de su
obsesión plástica; poetas que la celebran en noches de insomnio. Desde el
cementerio, los muertos observan esos cambios y mudanzas. Pero la caída de una
ciudad, es también la caída del individuo, de sus habitantes indiferentes o
preocupados por su destino. Toda ciudad está acechada por la corrupción, la
peste, las guerras, los desastres naturales. Junto a la delincuencia, hay
gobernantes que se dedican a destruirla sistemáticamente. Son las ratas del
poder.
El rey Príamo luchó para proteger a Troya de la toma por los Aqueos, pero al final, la ciudad sucumbió a la destrucción y al saqueo del ejército invasor. Sin embargo, siglos después, la ciudad de París llevaría el nombre de uno de los hijos dilectos de Troya. Alejandro Magno, el conquistador y discípulo de Aristóteles, fundó y legó en sus sucesores la creación de una ciudad que sería el faro luminoso para Occidente y el medio Oriente: Alejandría. En la Segunda Guerra Mundial, Joseph Stalin, prohibió que los habitantes de la ciudad de Stalingrado se rindieran ante el ejército arrollador de Hitler, con la amenaza de ejecutarlos si abandonaban la ciudad que llevaba su nombre. Ahí comenzó la epopeya de aquellos francotiradores que defenderían Stalingrado, y que desde las ruinas de los edificios destruidos por los bombardeos nazis, se dedicaron a eliminar -con certeros disparos-, los soberbios oficiales del ejército alemán.
San
Cristóbal, enclavada en los Andes venezolanos, ahora forma parte de la historia
de esas legendarias ciudades que han hecho una resistencia épica frente a un
enemigo feroz: el propio Estado venezolano. No así, su valiente alcalde Daniel
Ceballos -quien la defendió con el corazón y la razón-, opuesto a la pisada
aplastante de la bota militar. Sólo porque los estudiantes decidieron elevar su
protesta en la calle por la inseguridad dentro de la propia universidad de los
Andes, se desató la brutalidad y el horror del gobierno arbitrario de Nicolás
Maduro. Se desplegó una fuerza militar desproporcionada, hambrienta de
destrucción. Nadie había odiado tanto el cuerpo de la juventud. La ciudad de San Cristóbal llegó a ser
sobrevolada por aviones de guerra. No sé sabe si para intimidar a la población
civil o si los pilotos reservaban la orden de un idiota o loco, para
bombardearla. Los colectivos armados conducían a la Guardia Nacional
Bolivariana por calles y avenidas, hasta las barricadas, donde los residentes
de barrios y urbanizaciones, intentaban proteger sus vidas y bienes de la
violencia del Estado y los paramilitares. La garganta de la ciudad gritaba,
como una vez lo hizo Guernica en la guerra civil española. Después de que la
guardia reprimía a los manifestantes en resistencia pacífica, los colectivos armados se dedicaban
a asaltar y destruir viviendas y automóviles, como dirigidos por la perversión
y la saña envidiosa de un ejército extranjero. Muchos habitantes aseveran, que
gran cantidad de electrodomésticos robados en
los hogares, fueron a parar a Cuba como un preciado botín de guerra;
otros, que los prisioneros capturados por el Sebin -en su mayoría estudiantes-
fueron torturados por encapuchados agentes cubanos.
El
gobierno venezolano cree que por haber desactivado las barricadas de San
Cristóbal, destituido y condenado a
prisión a su alcalde, militarizado a la
ciudad, ha vencido su espíritu rebelde.
Ignora que éste ha sido fraguado en la más pura fe religiosa, la mancomunidad y
el sentido de pertenencia, que lo hace superior ante los desmanes de cualquier
poder totalitario. Quien ama a su ciudad, es capaz de entregar su vida por
ella.
Edilio
Peña
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