Aunque este nihilismo
vulgar y torpe se basa en un nihilismo mayor: el nihilismo de los venezolanos,
de donde se alimenta el chavismo.
¿Sorprende mi afirmación de que existe un
nihilismo inserto en el corazón de nuestra cultura?
Volvemos a la ilusión
persistente de que los venezolanos somos un pueblo dicharachero, amable,
industrioso y amante del progreso; eso es lo que la leyenda urbana y los
laboratorios de propaganda de la democracia socialista nos han hecho creer, con
propósitos utilitaristas, para vendernos y venderle al mundo un país que jamás
existió.
No contar con la verdadera naturaleza de nuestro sino nos sorprende una y otra vez con el desagradable desconcierto de un pueblo que escoge líderes que no le convienen, de militares ultrosos, de populistas desvergonzados y tiranos de siete suelas, porque es el mismo pueblo quienes se da esos conductores y se complace en la destrucción que generan.
El nihilismo del
venezolano no es psicológico, esa tendencia hacia la autodestrucción, el placer
de lanzarnos al abismo de la nada para, simplemente, desparecer de la vida que
consideramos absurda; nada tiene que ver con el tipo Kamikaze, de los guerreros
del Bushido, que ven en el sacrificio último el honor enaltecido por la
voluntad; tampoco somos nihilistas desesperados, como esos bandidos atrapados
en un callejón sin salida y con el firme propósito de vender cara su vida,
llevándose unos cuantos policías con ellos. No, por allí tampoco fumea.
El nihilismo del
venezolano se concreta con el deseo de destruir la civilización moderna, la
civilización occidental capitalista, que tiene que ver con los propósitos
comunistas, coincidimos en el fin, pero nuestras motivaciones son distintas y
mucho más primitivas.
El nihilismo de los
venezolanos es de carácter moral, nuestro pueblo se ha guardado, desde hace
mucho tiempo, un enorme resentimiento contra quienes han querido civilizar a
ese esclavo, a ese indio salvaje, a ese negro cimarrón, a ese pardo acomplejado
y a ese blanco explotador y cruel; esos arquetipos han sido reconocidos y
tratados por nuestra historia, explicados por la sociología, pero nunca
alcanzado por terapias curativas y reformas espirituales.
Véase nuestra
historia, luego de las Guerras Federales del siglo XIX, el venezolano de
montonera va disminuyendo su protagonismo – ojo, digo en nuestra historia
escrita – aunque las tribus nómadas de feroces guerreros seguían tras sus
caudillos recorriendo la geografía nacional , porque esas pandillas continuaban
asolando el país, y aparecieron registradas por última vez con Juan Vicente
Gómez, cuando los andinos tomaron por asalto al país y establecieron su
hegemonía por largas décadas, hasta entrado el siglo XX.
Ese venezolano
primitivo, feroz, agavillado y holgazán, que sólo se doblega ante la fuerza del
más bruto, quedó vivito y coleando en las cloacas de nuestra vida cultural, y
mientras los gobiernos civilizatorios construían en la superficie escuelas,
universidades, una extensa red de autopistas, enormes edificios, refinerías,
aeropuertos y centros comerciales, continuaban intactos en el subsuelo esos
turbios sentimientos de revancha y hostilidad hacia la civilización.
Y en este punto debo
hacer la diferencia entre cultura y civilización a la que apunta el politólogo
germano-norteamericano Leo Strauss, en su estudio sobre el nihilismo alemán, el
que él conoció en persona cuando aparece Hitler en escena.
Strauss nos dice: “El termino civilización designa de inmediato el proceso de hacer del hombre un ciudadano y no un esclavo; un habitante de las ciudades y no a un rústico; una amante de la paz, y no de la guerra; un ser decente y no un rufián. Una comunidad tribal puede poseer una cultura, por ejemplo, produce y disfruta de sus himnos, canciones, los ornamentos en sus ropas, sus armas, sus cerámicas, bailes, cuentos de hadas y demás; y puede no ser civilizado.”
El discurso de
nuestra democracia socialista se montó sobre la clave de la lucha entre la
civilización contra la barbarie, en el tono que Rómulo Gallegos le había
impreso a sus personajes en la novela Doña Bárbara.
Con la aparición de
la democracia en nuestro país, los dos únicos lugares donde se manifestaba esa
herencia salvaje eran el hampa y la institución militar, en ambos sectores se
controlaba sus erupciones con rigor y violencia, el hampa era perseguida y
anulada por las armas cuando entraba en acción, y en los patios de los
cuarteles la indisciplina y la violencia eran controladas a palos y cárcel.
Por supuesto, los
historiadores venían contemplando estas herencias negativas en nuestra cultura,
estaban descritas y estudiadas en los episodios nacionales, pero nadie hacía
nada por tratarlas; la educación y la formación cívica que los padres de la patria
recetaron como cura para estos males, no se tomaron en serio.
Detengámonos para
analizar este deseo de destruir la civilización occidental; según Leo Strauss,
la misma se concreta en el rechazo a una sociedad abierta, hay una parte
importante del pueblo venezolano que gusta de la sociedad cerrada, del
tribalismo, del clan, de la pandilla, de los colectivos, que son todos negación
de la sociedad abierta , caracterizada
ésta por una internacionalización o globalización, por una apertura,
conformación a estándares, inclusión de la variedad, libre tránsito y libre
convertibilidad de monedas, instrumentos de crédito y financieros, apertura
económica, competencia… el venezolano nihilista prefiere encerrarse en su
territorio y ser el amo de lo que considera suyo, a eso lo llama soberanía, no
comparte con nadie sus riquezas, al menos que sea por interés de aumentar su
cuota de poder, a eso lo llama solidaridad, existe una desconfianza innata
hacia el extranjero y aunque no rechaza la variedad tecnológica, al contrario,
le gusta, las innovaciones a su manera de vida le incomodan.
Estas tendencias de
la civilización, para liberar al ser humano de sus ataduras naturales,
imponiendo el respeto de los derechos humanos, la libertad del individuo para
hacer y disponer de su vida, esos ritos colectivos del estado organizado, de
las alianzas, de enseriar la vida, de honrar los pactos, de respetar la ley,
son todas formas de actuar que atentan contra la autoridad y la voluntad del
más fuerte, del violento, del caudillo, de sus hordas.
Para el nihilista
venezolano todas esas promesas de progreso, de nuevos valores, de calidad de
vida y riqueza para todos, es pura hipocresía, juegos de palabras sin sentido
alguno; en su concepto, seguir la senda del progreso significa ablandarse,
ceder a otros el imperio de su ley, tener que compartir y entregar territorio,
renunciar a la guerra, al enfrentamiento, dejarse explotar, significa renunciar
a la única forma de relación social que conoce y dignifica, por ello el lema de
“vencer o morir” resume muy bien el ideal de la tribu, de allí se nutre el
nihilismo chavista.
Durante mucho tiempo,
el nihilista venezolano vivió en los cuarteles, sometiéndose a humillaciones y
castigos, soportando la disciplina, con la promesa de que algún día él tomaría
el mando y sería el jefe, ese día tendría las armas en su poder y la obediencia
de su tropa; esa situación fue controlada, gracias a una cierta educación en
principios fundamentales, como lo eran el honor, el patriotismo y el respeto a
la Constitución, pero la corrupción de los gobiernos democráticos socialistas,
la permitida y alentada indoctrinación comunista en nuestra cultura y,
finalmente, la aparición del Chávez, saltaron esos controles; el militar se
retrotrajo a su condición de resentido y oportunista, y empezó a canibalizar a
la nación que juró defender.
Ese nihilismo
ramplón, vulgar y fidelista, que es el chavismo, se nutrió de esas aguas
oscuras, que siempre estuvieron allí, negando el presente, retrotrayéndose a un
pasado glorioso, envuelto en un materialismo de ferretería; al llamado de ese
paupérrimo populismo acudieron prestos los más incapaces, los más ladrones y
los más violentos, sobre los que tuvo un cierto control, mientras duró con
vida, el caudillo, pero que una vez fuera de escena nos dejó el país tal como
se encontraba antes de Guerra Federal, y a los que creemos en la civilización
contemplando con horror que la barbarie no estaba muerta, estaba de parranda.
Saul Godoy Gomez
saulgodoy@gmail.com
@godoy_saul
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