En
los regímenes monárquicos la delimitación entre el poder de la Monarquía y sus
relaciones propias internas han logrado que el Estado respete las maneras y
normas de comportamiento Reales. Cuando se produce la muerte de algún monarca,
la sucesión viene dada por los vínculos consanguíneos existentes, usualmente,
entre el fallecido y sus descendientes.
En
los países republicanos, cuando el jefe de gobierno, nacional, estadal o
municipal, fallece o deja el cargo, las relaciones jurídicas existentes prevé
los procedimientos de sucesión, ocurre a través de los mecanismos políticos
imperantes. Los vínculos consanguíneos no tienen cualidad para la elección y
esto constituye un principio de carácter ético, de norma no escrita.
La
contrapartida conceptual se presenta en los casos puntuales de regímenes
autoritarios y/o totalitarios. En estas circunstancias la sucesión se instaura
por los vínculos de sangre, conyugales o de afinidad entre el autócrata y su
parentela. Esta modalidad muy propia de esos gobiernos se implementa por la
fuerza y la coacción manu militari. La excepción al principio viene dado cuando
el hijo o pariente del jerarca desaparecido, por méritos propios y de trayectoria impoluta accede al poder, pero siempre es una excepción. Así que el
límite entre esta infame conducta, definida como nepotismo, esta apuntalado por
los principios políticos, éticos y hasta legales, conservando siempre un
carácter excepcional.
En
Venezuela desde hace alrededor de cuarenta años, en la "cuarta y en la
quinta república" esta atípica conducta ha venido acentuándose de manera
progresiva. Hemos visto como presidentes otorgan poder político a cónyuges, amantes, hijos, hermanos, sobrinos
etc. Luego, por vía analógica, muy "democráticamente", dicha conducta
la han asumido diversos funcionarios que la consideran derecho adquirido. Así
gobernadores de Estado, alcaldes, concejales y otros funcionarios que cubren
todo el espectro burocrático del Estado la practican. También, a nivel
partidista, tan novedosa costumbre se ha hecho presente y vemos a altos jefes
políticos practicando sin rubor alguno esa especie de "tráfico de
influencias" con los cónyuges, hijos etc., imponiéndolos en sus
respectivos feudos cual gamonal de épocas pretéritas.
Tan antidemocrático y
anti republicano proceder se ha expandido de forma tal, que se ha convertido en
costumbre de aceptación consuetudinaria a todo nivel sin que la opinión pública
haya hecho sentir una repulsa general a tan ilegítimo proceder.
"Los
braguetazos y/o pantaletazos" -ruego al lector me dispense lo
escatológico- siempre han estado presentes en la historia menuda de los pueblos
y en muchos casos forman parte de la idiosincrasia de los mismos. Suelen ser
objeto comúnmente de burlas y comentarios dicharacheros, pero aún así, no se
justifica la aceptación tácita por parte de la sociedad que la asume
pasivamente debiendo ser rechazada.
Por ello, la dirigencia política como
órgano ductor debe estar atenta y evitar que tan deleznables conductas sigan
campeando, a no caer en arreglos acomodaticios para deshacer entuertos sin que
ello signifique una postura rígida. Que es perfectamente factible conciliar las
realidades puntuales y sorpresivas, con la aplicación de procederes y estilos de
conducta cónsonos con los principios republicanos y éticos siempre inmutables y
alejados de actitudes pragmáticas que suelen presentarse en circunstancias
especiales. Cuando los líderes o la
dirigencia colectiva comienzan a ceder postulados y criterios doctrinarios en
aras de soluciones fáciles, se inicia también un deslizamiento progresivo hacia
el oportunismo político adquiriendo muchos el reconocimiento sui generis de
políticos con sentido de realidad, fríos y triunfadores ocasionales que al
final siempre terminan subastándose en la almoneda de la historia.
Asumimos
perfectamente que la política es entre otras cosas el arte de armonizar
voluntades hacia el logro de un objetivo común, ese dificultoso transitar no
esta exento de dudas ante la determinación inminente de tomar una decisión.
Siempre ha sido y será así. Muchos, la mayoría, cuando han triunfado van
dejando jirones de sus principios en el camino, todo en sintonía con aquello de
que el fin justifica los medios. Pero el camino recto jamás debe ser soslayado
por sendas acomodaticias y tortuosas permitiendo un triunfo pírrico
circunstancial. El riesgo que se corre con tal proceder es que al final, cuando
se llega a la meta deseada, se es otra persona distinta a la del comienzo del
camino. Creo que fue Clemenceau, el político francés de comienzos del siglo
pasado, quien emitió una frase cínica y lapidaria cuando un antiguo compañero
de ruta le recriminó procederes cometidos en contradicción a sus principios, le
respondió: "Es que yo estaba entonces del otro lado de la barricada".
José
Rafael Avendaño Timaury
cheye@cantv.net
@CheyeJR
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