La
gran promesa redentora ha terminado en añicos. La monstruosa evidencia, los
hechos desnudos, la pusieron al descubierto y lo que aparece a la vista no es
como para solazarse. Lo primero fue la estolidez del edificio ideológico.
A
sabiendas de que el socialismo revolucionario había naufragado en todo el mundo
(no así el democrático, que en Europa ofrece logros muy importantes) quisieron
presentarlo bajo una forma nueva, y de allí el cognomento de SSXXI, pero puesto
que esa nueva versión se inspiraba en el caso cubano, la incongruencia lo fue
desde la partida misma. Los propios jefes del fidelismo admitieron que su
fracaso no era distinto al del modelo en su conjunto. Se propusieron en el VI
Congreso del Partido reformarlo profundamente, aproximadamente conforme al
ejemplo chino, que no es sino una forma de capitalismo sin instituciones
confiables. El emblema de Raúl Castro para esa notable reunión no pudo ser más
demoledor: “Cambiamos o nos hundimos”.
Pero
como, dominado por la seducción de Fidel, el señor Chávez quería envolver a la
mortificada Cuba en la quimera de su nueva Utopía, su oferta no pudo evitar las
gruesas manchas de la incongruencia. Nadie quería ir a nadar en el mar de la
felicidad o el martirio de aquella Isla. Lo segundo, los ensayos frustrados con
un saldo atroz desquiciaron la economía y generaron una inestabilidad social
sin precedentes, ante la cual el régimen se dejó de dudas y desató el
terrorismo de Estado (copia al carbón del socialismo que había estallado en
pedazos) y despertó la resistencia civil, sin distingo de ideologías. Como
aprendiz de brujo el locuaz comandante aplicó la fórmula revolucionaria más
simplista y abandonada hasta por sus colegas de los restantes países: la
construcción de un modelo productivo en sustitución del privado solo que basado
en la solidaridad y no en el lucro. Esa ensoñación ocasionó un triple efecto:
la destrucción masiva de la capacidad productiva del país, el abandono de las
novedades aplicadas por el voluntarismo de ensoñación del agitado jefe y el
estallido de las variables que tocan directamente la vida de los venezolanos,
especialmente los de menos ingresos. Lo único que queda en pie es la
desesperada represión librada por los sucesores del deificado líder con el fin
de detener la catástrofe. Curiosamente esa represión, que ha alcanzado niveles
de ensañamiento y crueldad que asombran al mundo, es asumida oficialmente como
“poco novedosa”. Dicen los voceros del madurismo que durante los 40 años de
“infame democracia” también hubo persecuciones, muertes y violación a los
derechos humanos. ¡Estupendo argumento! Cabría preguntarles: ¿y para repetir
agravados los errores de la democracia fue que ustedes hicieron la pomposa
revolución bolivariana? Un análisis comparado de las dos épocas revelaría que el
escalamiento represivo de nuestros días, en muchos aspectos peor que cualquiera
de los pasados, es sobre todo inmotivado. Los jóvenes y vecinos luchan
actualmente en forma pacífica y sin el propósito de tumbar al gobierno. Aunque
el gobierno tiene años anunciando golpes y magnicidios sin presentar jamás la
más mínima prueba porque sencillamente no la tiene, durante la terrible década
de los años 60 los gobiernos democráticos –especialmente los de Rómulo
Betancourt y Raúl Leoni- no las necesitaron porque la izquierda misma declaró
la guerra, empuñó las armas y anunció una estrategia para tomar el poder. En
esa fórmula se embarcó parte de la izquierda continental, con Fidel Castro como
supremo alentador. Quien esto escribe nunca ha pretendido absolver sus errores
y responsabilidades con el agua bautismal de la autocrítica. Soy uno de los
formuladores y practicantes de ese gravísimo error que cortó el crecimiento
natural de una valiente y generosa generación destinada a gobernar en
democracia pero que terminó sepultada en el fracaso. Fue una política absurda
que causó muchos daños al país. Los excesos represivos tampoco pueden
justificarse porque no fueron tolerables ayer, ni mucho menos hoy. “Mucho
menos”, dado que el gobierno de Maduro no enfrenta una insurrección, ni un
movimiento de frentes guerrilleros y audaces unidades tácticas urbanas de
combate, ni ha conocido en 15 años nada parecido a los levantamientos militares
de Carúpano y Puerto Cabello, ni los secuestros de aviones civiles o de Alfredo
Di Estéfano en el marco de la clásica propaganda de guerra. En fin, los
opositores de Betancourt y Leoni estaban en guerra y construyeron un
dispositivo insurreccional, en tanto que los opositores de Chávez y Maduro no
lo están ni se aprecia que se propongan algo parecido.
Esa
diferencia, esa gran diferencia, es la que coloca el problema en otros
términos: aquella era una democracia que se defendía de una revolución, y lo
hacía cometiendo reprochables excesos; y ésta es una neo-dictadura que reprime
luchas de contenido y formas democráticas, y lo hace incurriendo en las
prácticas más salvajes que Venezuela haya soportado en mucho tiempo.
Maduro
se encuentra en una verdadera encrucijada. Perdió la ideología que invocaba
como fundamento de sus promesas; agotó sin el menor éxito el reservorio de
fórmulas alternas dirigidas a cambiar el llamado sistema de “lucro” por el
“solidario”; colocó al país en lugares deplorables en comparación con la más
bien pujante América Latina; ha golpeado severamente la industria petrolera, corazón
de la sociedad; ha endeudado hasta grados insoportables el Estado, PDVSA y la
economía privada; ha hecho estallar un macabro cortejo de males sociales que
oprimen a los venezolanos hasta extremos insólitos. Esperemos que pese a las
cargas que comprometen el futuro, el cambio democrático sabrá superar
rápidamente el saldo negro de esta absurda
Americo
Martin
amermart@yahoo.com
@AmericoMartin
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