En
nombre de mis hermanos, y en el mío propio, quisiera agradecer —primero que
nada— a Elías Pino Iturrieta por la magnífica presentación que ha hecho del
libro, con tanto acierto, y por sus palabras en este acto.
Pienso
que el autor de los textos, que Elías conoció bien, estaría muy complacido.
Resulta, pues, un estupendo regalo de cumpleaños en la ocasión del aniversario
de su nacimiento, hoy hace noventa y ocho años.
Agradecer
también la buena mano de Sergio Dahbar en su edición. Sergio es hombre de
libros y, en cierto modo, para los libros: produce, evalúa, divulga. Es
persistente en su empeño por dar a conocer todo lo que afirme lo humano. Podría
decir de él aquello de Saint-Exupéry: que quería fundar el respeto por el
hombre.
Miguel
Henrique Otero ha sido nuestro anfitrión. Agradecemos su generosidad al
permitirnos presentar este libro aquí en EL NACIONAL, cuya significación en la
vida civil del país nadie puede desconocer ni minimizar. Ningún sitio mejor
para este acto donde queremos recordar la vigencia de la Venezuela democrática.
Permítanme
ahora, por unos minutos, yuxtaponer a las significativas palabras de Elías y de
Sergio unas breves reflexiones sobre la tarea que nos ocupa.
La
constitución real de una sociedad, el modo como es gobernada, depende de su
tradición. Para bien o para mal, nada resulta más difícil que cambiar esa forma
consuetudinaria, donde valores, actitudes y maneras de comportarse vienen a
veces de un pasado remoto. No parecía un buen presagio aquella declaración de
un manifestante entusiasta en la Plaza Tahir cuando, al elegir a Mursi, decía
que por primera vez en siete mil años habían escogido a su gobernante. A lo que
añadía otro: es la primera vez en la historia de Egipto que hemos tenido un
presidente civil. Duró poco el contento.
En
Venezuela hemos tenido dos tradiciones, no una sola.
Afirmaba
Rafael Caldera al presentarse el proyecto de constitución a la Asamblea
Nacional Constituyente en 1946: “Se ha observado muchas veces la injusticia de
aquellos equivocados sociólogos para quienes la del Gendarme Necesario ha sido
la legítima tradición venezolana. Yo creo que ha habido, como lo señala en un
valioso ensayo Augusto Mijares, la lucha entre dos tradiciones: la tradición
civil que se ha visto siempre renacer a través del combate contra las tiranías,
la tradición civil que ha consignado los anhelos de organización digna y
legítima del pueblo venezolano, y que ha hecho frente a esa otra tradición
caudillesca, que fue el subproducto de la guerra, que nos afligió durante
muchos años y que debemos hacer todos los venezolanos un compromiso de honor
para desterrar definitivamente”. (1)
Por
eso fue posible intentar una república civil. Por eso fue posible construirla.
Los caudillos civiles —podríamos decir— se empeñaron en gobernar conforme a la
ley, con respeto a los derechos de los ciudadanos. Se empeñaron en el
desarrollo del país: esa promoción de su gente, que se apoya en vivienda,
salud, educación, trabajo, y se traduce en una creciente participación en la
vida social y política. Desarrollo para vencer la marginalidad y edificar la
Venezuela civil.
Podemos
sacar entonces la siguiente conclusión, clara lección de nuestra historia: si
queremos vivir en democracia, tenemos que rescatar la tradición civilista
venezolana, cultivar los valores y las actitudes que la conforman. De otra
manera, prevalecerá la corriente autocrática y militarista que ha signado
nuestro pasado y marca nuestro presente. Conocemos esos valores: la justicia,
que se fundamenta en la verdad y hace posible el ejercicio de la libertad en la
paz.
Al
mismo tiempo, ellos determinan unas actitudes sin las cuales todo quedaría en
buenos deseos o en palabras al viento: el respeto a cada persona a través del imperio
de la ley; la promoción del bien común; la solidaridad con los más necesitados.
Pero
no podemos olvidar que el orden de la sociedad se construye cada día. A diario
hemos de renovar nuestra adhesión a los valores y nuestras actitudes
democráticas. Por haber descuidado esa vitalidad interior, al pensar quizá que
nuestra república democrática ya era sólida —fue en verdad ejemplo en el
Continente—, hemos retrocedido en el tiempo de nuestra historia.
No
puede haber democracia si cualquiera que tenga una posición de fuerza en la
vida social —sea banquero, sindicalista o empresario de medios de comunicación—
se vale de su poder para imponer su voluntad a los demás. No puede haber
democracia si el afán por construir el bien común no es mayor que las rencillas
para obtener el mando. Oigamos esta sencilla reflexión de Tocqueville en sus
inéditos sobre la revolución: “cuando los grandes partidos políticos empiezan a
entibiarse en sus amores sin ablandarse en sus odios, y llegan al punto de
desear menos su triunfo que el fracaso de sus adversarios, hay que prepararse a
la servidumbre: el amo está próximo”. (2)
La
existencia de esas dos tradiciones en nuestra sociedad requiere un
discernimiento constante, sobre todo por parte de la dirigencia del país.
Identificar las actitudes y valores democráticos y separarlos de los
antivalores, de las actitudes autocráticas. Cuando tras un atropello, o una
imposición injustificada, oímos decir “así se gobierna”, debemos caer en cuenta
de que hemos perdido el rumbo. Esas son prácticas autocráticas. Cuando vemos a
los integrantes del más alto tribunal de justicia de la nación corear consignas
de adhesión a quien ocupa el poder ejecutivo, no podemos ignorar que hemos
perdido el rumbo. Hay que oponerse a ello con firmeza.
Se
ha dicho que la conciencia es la primera libertad, precisamente porque la
libertad se apoya en su ejercicio y se nutre de la verdad. Es también la
primera tarea ante las manipulaciones de un lenguaje que se usa para confundir:
desde modificar el nombre de la república hasta hablar de “amor” en una
política de división, imposición y predominio.
Volvamos
a la sencillez del lenguaje y a la claridad en las actitudes.
La
democracia necesita de sus partidos políticos, los partidos necesitan sus
líderes. El discurso de la antipolítica y las campañas sostenidas contra
partidos y dirigentes no podían sino dejarnos expuestos de nuevo a la tradición
autocrática, ahora con una marcada inclinación totalitaria.
La
democracia como forma política, en un país autoritario, de tradición
caudillista, fue posible por la calidad de unos hombres, constructores de la
República Civil. Porque —como enseña Hauriou al tratar de la institución— la
subordinación de la fuerza armada al gobierno civil no habría podido ser
obtenida nunca por simples mecanismos constitucionales. Es el resultado de una
mentalidad, creada por el ascendiente de una idea, la idea del régimen civil
unida a la de la paz, considerado como el estado normal. (3)
De
allí la importancia de meditar en el ejemplo de esos hombres que nos han
precedido, considerar sus trayectorias vitales.
“Las
horas siempre retornan en el gran cuadrante de la historia”, pudo escribir
Karol Wojtyla, inspirado por la experiencia de Polonia, su nación. A nosotros
toca retomar el rumbo de la Venezuela civil. No será una tarea fácil. Pero la
tradición está vigente.
Sirvan
las páginas que hoy presentamos como estímulo para la lucha y señal en el
camino.
Muchas
gracias.
24
de enero de 2014
Rafael Tomás Caldera
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(1)
Diario de Debates de la Asamblea Nacional Constituyente, de fecha 11 de febrero
de 1947, página 22, 2ª columna.)
(2)
Inéditos sobre la Revolución, Madrid, Seminarios y Ediciones, Colección Hora H,
1973, p. 171.
(3) Cf. Au sources du Droit, Paris, Librairie Bloud
& Gay, 1933, p. 104.
Pedro
Paúl Bello
ppaulbello@gmail.com
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